La premiada película "Una mujer fantástica", de Sebastián Lelio, instaló una conversación pendiente en Chile: las personas trans y la necesidad de una ley de identidad de género. La obra de teatro "Los arrepentidos", del sueco Marcus Lindeen, que llega a nuestro país en una coproducción de GAM y Teatro de la Palabra, y dirigida por Víctor Carrasco ("La amante fascista"), amplía este necesario diálogo. Lo amplía entrando en las cuestiones tabúes y abordando la complejidad física y psicológica que implica el tránsito hacia otra identidad de género. ¿Las identidades se limitan a los binarismos hombre/mujer; hetero/homosexual? ¿Qué sucede si tu cuerpo no calza con el rol que socialmente se te ha asignado? ¿Cómo te acomodas en ese desajuste, cómo llegas a tu propia versión? Además existe un documental homónimo, también de Lindeen, que inspiró, en parte, esta puesta en escena.
El cambio de sexo no es un cuento de hadas, eso lo saben Orlando y Mikael, los dos hombres mayores suecos, sobre los que gira esta pieza-documento, quienes se encuentran alrededor de sesenta años para relatar su tránsito por distintos géneros a lo largo de sus vidas. El texto se crea a partir de la transcripción de esa primera conversación entre ellos, aludiendo al ejercicio de dar testimonio a un tercero que registra, y poco a poco van desplegando las motivaciones de sus operaciones de cambio al sexo femenino, de la vida antes y después, y de lo que hizo que ya no quisieran vivir como mujeres: "¿Necesitas tener un pene nuevo? ¿No puedes vivir tal como eres? ¿Sigues siendo tú con o sin pene?". En escena podemos seguir su itinerario, a través de la proyección de diapositivas, que muestran visualmente sus estrategias, máscaras, recuerdos, reflexiones y sueños. En ese sentido, el diseño de la luz de Andrés Poirot, la producción audiovisual de Javier Pañella y Nicole Senerman, la música de Fernando Milagros y el diseño sonoro de Daniel Marabolí, confluyen a la perfección creando atmósferas intensas sobre un fondo muy oscuro. Atmósferas que dan el ambiente adecuado para este encuentro perturbador y conmovedor por la honestidad y dignidad de sus protagonistas.
Los actores no pudieron haber sido mejor elegidos. Alfredo Castro y Rodrigo Pérez trabajaron en una obra similar, "La manzana de Adán", en 1990, pieza pionera que exploraba el mundo travesti en el Santiago marginal. En esta ocasión Castro es Orlando, quien se operó en 1967, y que nunca dudó de su nueva vida como Cristina Margarita hasta que su esposo descubrió que ese cuerpo, con el que había compartido por once años, había sido el de un hombre. Aparecen con sobriedad las limitaciones de las genitalidades reconstruidas y de la capacidad reproductiva. El quiebre lo hizo cambiar bruscamente de parecer, al punto de someterse a una segunda intervención médica de "retorno" a su cuerpo masculino. Pérez interpreta a Mikael, quien se cambió de sexo cuando ya tenía más de cincuenta años pero que no alcanzó a vivir ni siquiera un mes haciéndose llamar Mikaela cuando ya había echado pie atrás. Ahora viste y se oye como un hombre, pero bajo su camisa aún esconde dos pechos que lo avergüenzan y lo hace llevar lentes de sol. Él simboliza la melancolía por una definición cómoda, por una plenitud erótica.
Esta es la riqueza de texto: son personajes que están en un limbo que no es fácil de sobrellevar. El cambio de sexo pareciera ser un camino sin retorno pero la obra muestra la identidad como un proceso que no se termina, y que puede ser atravesado por la duda y el arrepentimiento. Ahí está la ambigüedad de Orlando y su histrionismo, su condición de espectáculo, lo falso. Castro da vida a una diva maravillosa, en sus atuendos de mujer tradicional o modelo porno para jugar con el fetiche comunicante de la hiperfeminización, con el propósito de conquistar a los hombres pero dentro de un juego donde las representaciones son peligrosas. En ese sentido, recuerda los personajes de las novelas de Manuel Puig y a su interpretación de Copi. Mikael, por su parte, padece y es consciente de su cuerpo, marcado con significantes masculinos y femeninos; tensión, repulsión, violencia.
La traducción de Constanza Brieba, directora con amplios conocimientos, logra un texto elegante y fluido, para una obra que no elude la complejidad que implica elegir un género. Una idea que se engarza a las teorías de género, como las de Judith Butler, que hablan de la identidad como un proceso de interpretación de las normas culturales en los propios términos corporales. El género como una operación performática, como cultura y elección; un acto diario de reconstrucción e interpretación a través de una serie de acciones y actos de habla.
Estos personajes viven dramáticamente los opuestos, abandonan su sexo original y quedan suspendidos en una inédita síntesis entre lo femenino y lo masculino. Tanto Orlando como Mikael son en sí mismos una serie de desplazamientos, de inversiones, de giros. Y, lo más importante, nos conmueven y cuestionan. Es un estreno necesario que humaniza la discusión de género sin caer en panfletos. En ese sentido, sobran las frases finales, y que es una llamada a percibir "la trampa", con más alcance que la sexualidad, de los absolutos.