Chile va a completar 16 años de gobiernos de Michele Bachelet y Sebastián Piñera. El domingo pasado, ambos salieron a escena.
La ex Presidenta reapareció por primera vez para recibir un homenaje de una organización internacional llamada Alianza Progresista, a la que se sumó, como organizador, el Partido Socialista, y al que asistieron varios dirigentes de la Nueva Mayoría. En sus palabras, la ex Presidenta no solo se limitó a agradecer, sino que hizo un discurso político plagado de proyecciones de futuro: destacó que el progresismo tenía el deber de ofrecer una alternativa creíble que le permita recuperar el apoyo ciudadano; abogó por la unidad del sector, como único modo de alcanzar conquistas; destacó como una de las tareas más urgentes la de tener claridad de un proyecto político realizable, que oriente; aseguró que sin creación de riqueza no se podía ser una opción creíble, y terminó anunciando una nueva fundación, la que se ocuparía de gran parte de las inquietudes del progresismo.
Todo un anuncio de su propia boca proyectando su presencia en el futuro político de Chile.
El Presidente Piñera, por su parte, dio una extensa entrevista ese mismo día a este diario, en la que claramente quiso transmitir el mensaje de que recibía un país con problemas debido a la mala gestión del Gobierno de Bachelet. Dijo haber heredado un país estancado, con empleo precario, graves problemas de seguridad ciudadana, con una infancia postergada y olvidada, con un enorme déficit fiscal, un clima de frustración y estancamiento y un largo etcétera de deficiencias provocadas por el anterior gobierno.
La actuación del ministro de Salud ante su interpelación exhibió la misma decisión de las autoridades gubernamentales de mostrar que han heredado un verdadero desastre.
Más allá de que el discurso de las nuevas autoridades tiene el afán exculpatorio y redentor que aconseja cualquier manual acerca de qué hacer en los primeros días de un gobierno, hay en su estrategia otro afán mucho más relevante: el de escoger a su contrincante; el de erigir al gobierno de Bachelet y a la propia ex Presidenta como la adversaria política a enfrentar.
La Nueva Mayoría, huérfana de liderazgos, podría caer en la tentación y cometer el error, ahora suicida, de aceptar el reto, para terminar erigiendo nuevamente a Michelle Bachelet como su líder y probable futura candidata. Obrar así es terminar de cerrar los ojos a la realidad, no entender que la experiencia de la Nueva Mayoría fue un fracaso político de proporciones; que no solo se perdió la elección, sino que se acabó la coalición, la que terminó desunida y severamente deteriorada desde la izquierda por el Frente Amplio y desde el centro por la derecha.
La derecha también se equivoca al querer trabar su disputa con el pasado. No porque no pueda salir victoriosa de ese combate, en el que enfrenta a un adversario al que solo falta terminar de
nockear, ahora que se asemeja a los boxeadores que tiran golpes en estado semiinconsciente después de que le han propinado una paliza. Se equivoca porque lo que el país pareció apoyar en la última elección fue una alternancia en el poder que sacara al país del clima de reyerta política en que se encontraba y asumiera los desafíos de futuro en un clima de unidad política. El propio Piñera lo entendió así, y lo prometió en todos los tonos.
Sin embargo, el afán pendenciero de llevarse una victoria pírrica contra un adversario agonizante parece comenzar a tentar al demonio político de un gobernante que parece tener una naturaleza excesivamente competitiva como para instaurar el clima de concordia, con cuya promesa se ganó a la mayoría del electorado.
La promesa de constituirse en un Jefe de Estado de concordia parece empezar a ceder ante la naturaleza competitiva del Presidente de Chile.