El tema de las "nanas", las personas que cumplen con tareas de limpieza y de cuidado de niños o personas dependientes, en espacios privados, no es para nada trivial. En el trabajo doméstico se encuentran, muchas veces, encapsuladas problemáticas económico-sociales y de género. Además, entre las personas que establecen el vínculo empleador-trabajador se pueden dar relaciones muy ambivalentes. La complejidad sociológica y psicológica de ese rol explica su amplia presencia en la literatura. Habría que pensar en piezas clásicas, como "Las sirvientas", de Jean Genet (adaptada en Chile como "Topografía de las lágrimas", o su versión fílmica, "La ceremonia", de Claude Chabrol), o en la novela francesa en boga "Canción de cuna", de Leila Slimani, sobre una babysitter a cargo del niño de una pareja burguesa.
En Chile, el personaje de la nana está presente con detalles riquísimos en el universo donosiano. José Donoso analizó a la antigua servidumbre de la clase alta en varios de sus libros, pero quizás en el que llega más lejos es en "El obsceno pájaro de la noche", a través de Peta Ponce, esa mujer mitad bruja, mitad asistenta. Allí, criadas y mayordomos son personajes poderosos, tocados por poderes sobrenaturales y con los que se mantienen patológicos lazos de dependencia. Luego, en el teatro, está "El delantal blanco", de Sergio Vodanovic, que expone en clave de sátira un juego de intercambio de roles, con una aguda tesis política, entre los personajes de una patrona y la nana en un balneario chileno. Y, por supuesto, se suma la película "La nana", de Sebastián Silva, con la magistral interpretación de Catalina Saavedra.
"Nanas", la obra de Lorenzo González que se está montando en Matucana 100 hasta este domingo, piensa esta figura en el siglo XXI, desde el momento en que incluye la inmigración latinoamericana en un grupo de cinco asesoras del hogar: dos chilenas, una peruana, una ecuatoriana y una dominicana. La obra es dirigida por Ana López Montaner, quien lidera Interdram, un interesante colectivo que pone en valor el texto teatral y que ya había montado antes las obras "Rocha" y "El efecto".
Este montaje se organiza en torno a un coro de nanas y una jefa de casa, que actúan desde sus historias solitarias o desde su lugar común, adquiriendo la fuerza del sindicato. Aparece un muestrario: la chica joven inocente que se queda embarazada del patrón; la que es más joven y sale a trotar en las noches; la que tiene paciencia con los niños ajenos y cría a los suyos a distancia por medio de angustiantes llamadas telefónicas. Un concierto de vidas sacrificadas, postergadas, que tratan de sobrellevar la lejanía con sus hijos, la opresión de sus patrones y, a la vez, encontrar la forma de cumplir sus sueños en medio de una economía precaria. Por la prensa sabemos que el material base de la obra es un trabajo etnográfico hecho en Santiago, en conjunto con La parroquia del inmigrante y el Sintracap (Sindicato de Trabajadoras de Casa Particular). Al texto lo acompañan dos reconocimientos (Premio Municipal de Literatura de Santiago en 2014 y el premio HOLA Nueva York 2017).
El punto alto de esta producción es sin duda el elenco, compuesto por Claudia Cabezas, Sofía Scharager, Ignacia Agüero, Nicole Waak y Francisca Mendoza. Claudia Cabezas es la actriz con más experiencia del grupo y, como otras veces, hace un papel conmovedor, en la intersección entre la fragilidad y la esperanza. Ignacia Agüero tiene un talento asombroso para acompañar su rol con canto y bailes, lidera las coreografías e impulsa un sello de teatro físico. Sofía Scharager es la déspota dueña de casa, frívola y refinada, madre de una prole de niños y feligresa del Opus Dei. Ya se configura como una promisoria actriz versátil que desprende mucha energía escénica.
En deuda queda la dramaturgia, pues al privilegiar más la forma coral cae en binarismos y lugares comunes o caricaturas. Por ejemplo, mostrar a una jefa siempre prepotente, acelerada y ridículamente frívola. Y, por otra parte, nanas demasiado dóciles e ingenuas. Hay cierto arquetipo del servicio doméstico femenino algo victimizado, lo que es así en realidad, pero quizás en el marco del teatro hubiese sido interesante integrar elementos más perturbadores, un modo de hacer crítica y empoderarlas. Sí sugiere algo interesante con las tensiones de la migración y la riqueza de los acentos y modismos; la constatación de otro paisaje humano. Tampoco ayuda la escenografía, una bolsa de basura gigante y decenas de escobillones, porque es una asociación algo simplista a su labor y perfil. Curiosamente, mucho más interesante resultan las imágenes que acompañan la promoción de la obra en redes; imágenes de mujeres en cocinas angostas con computadores o mujeres con ropa subiendo escaleras empinadas. Una escenografía más móvil y contemporánea hubiese abierto más lecturas.
El tema del trabajo doméstico es siempre incómodo. Es un símbolo que sugiere la tensión entre clases sociales en convivencia en un espacio íntimo, la explotacion laboral, los secretos, la intimidad, lo prosaico, lo que avergüenza, los tabúes. Está la idea de que se espera que sean las mujeres, y no los hombres, quienes hagan los trabajos puertas adentro, de limpieza y cuidado de los más vulnerables. En un punto es el termómetro de avance de una sociedad, y es importante dejar atrás toda semejanza con el esquema peón-patrón de latifundio colonial para ser un trabajo regulado en horarios, tareas y buenas condiciones. Un rol que no encubra ciertos vacíos, como ser el apoyo de familias con dinámicas poco sanas y poco democráticas (roles sustitutos de padres y parejas que no actúan como tales). El tema de las nanas, por ahora, seguirá siendo incómodo, y esta obra nos obliga a preguntarnos cómo, desde qué lugares y bajo qué procesos sociales, este rol se ha sedimentado en nuestra cultura nacional.