La palabra japonesa "sayonara" significa adiós, es el título de una obra de teatro que explora la despedida de una relación entre un androide y una mujer, y también es el adiós a la vida y el fin de un androide defectuoso programado para cuidar a una paciente. La obra, escrita y dirigida por Oriza Hirata, y que se presentó en el GAM la semana pasada, es originalísima desde el momento que pone a Leona, una robot humanoide, modelo Geminoid F, con una actriz, Tania, una mujer que ha caído gravemente enferma tras quedar afectada por las radiaciones emanadas de un accidente nuclear sin especificar. La dinámica de la dupla nos plantea el tema de la muerte y los límites de la inteligencia artificial a medida que seguimos los subtítulos en español mientras escuchamos el texto en japonés.
En la primera escena, la iluminación y disposición de los cuerpos nos conduce a la obvia pregunta de cuál de las dos intérpretes no es humana. Pronto lo dilucidamos por sus gestos físicos, por la voz metálica y porque sus labios no están sincronizados con los parlamentos. Sin embargo, el esqueleto metálico articulado y cubierto por goma y silicona da una increíble semejanza con el aspecto humano. El diseño de la androide estuvo en manos del reconocido científico de la universidad de Osaka Hiroshi Ishiguro, y por este trabajo ganó el Premio Nacional de Ciencia y Tecnología. Además, la obra tiene una reciente adaptación fílmica.
El giro respecto a la convencional presencia de estos entes en la literatura y en el cine es que acá la androide no se presenta con aspiraciones humanas. Desde el inicio sabemos que ella es un robot comprado por el padre para acompañar a la niña en la enfermedad ("te trajo acá cuando entendió que la enfermedad no iba a pasar"). La mujer sabe que está pronta a morir, y con parsimonia, sin una gota de desesperación, le pide al robot que le recite poemas que caben en el formato de los haikú japoneses, breves versos con imágenes evocadoras. Pero la obra se enrarece en la mitad, cuando la mujer enferma sale de escena y la androide se queda repitiendo en loop una serie de haikús. Y, paradójicamente, la emoción llega cuando la máquina queda sola, y defectuosa, en el escenario. La atmósfera poética, y muy japonesa, se diluye bruscamente cuando un técnico la desconecta y aparecen los cables y la carga al hombro en su calidad de objeto. Incluso un robot tiene la amenaza de morir.
Además de la cuestión de la muerte, está la inserción de los androides en la vida actual. Los androides no solo son futuro, ya están presentes en la aplicación Siri o en los autos sin conductor que se prueban en Silicon Valley, y es aún más frecuente en la vida cotidiana de los japoneses: se han insertado como profesores, banqueros o bien en espacios más íntimos, como limpiando casas y hasta cuidando a ancianos. El historiador israelí Yuval Noah Harari ha problematizado en su popular libro "De animales a dioses" los desafíos de la inteligencia artificial. Inteligencia que se entiende no como una fuerza para destruir a la especie humana, sino para mejorar su calidad de vida. Sin embargo, esta plantea desafíos, como que la mayoría de los humanos serán inservibles en el trabajo y otras funciones. Harari sostiene que en muchos campos la inteligencia artificial es superior a la humana, es mejor para jugar ajedrez, para conducir vehículos, para luchar en las guerras y diagnosticar enfermedades. En el caso de los androides, la diferencia con los seres humanos es la conciencia; es muy poco probable que las computadoras desarrollen algo similar a la conciencia humana, pero hay muchas áreas que, más que conciencia, requieren eficacia.
En otro nivel, Harari plantea otro desafío: dice que en las próximas décadas "vamos a convertirnos en dioses", porque adquiriremos habilidades que tradicionalmente se pensaba que eran habilidades divinas, como la capacidad para crear y diseñar vidas. Se usará la ingeniería genética para crear nuevos tipos de seres orgánicos, e interfaces cerebro-ordenador para cyborgs.
De algún modo esta obra, que cruza ciencia, tecnología y teatro, también sugiere preguntas sobre la condición humana. Por ejemplo, durante el desarrollo de la pieza, uno se pregunta si uno no tiene algo de una suma de algoritmos inconscientes, si nosotros no tenemos algo de androides, de seres que repetimos frases o de seres programados para conmovernos por unas causas y no por otras. O bien, si no vivimos un campo ilusorio de emociones, como cuando al final de la función podemos observar por diez minutos la ambigua figura de la androide. La obra pedía tener más extensión para abordar estas cuestiones y otras, los treinta minutos de duración dejan con gusto a poco; se aventura más a sugerir y no a profundizar. Reside más en una experiencia, pero que no deja de ser inquietante e inédita y a la que, tarde o temprano, nos deberemos enfrentar.