Las constituciones, que por algo se denominan políticas, en su esencia establecen quién, cómo y dentro de qué límites algunos pueden ejercer poder político; esto es, obligar a otros con sus decisiones y así fijar el orden de la convivencia.
Bajo los textos formales, cada gobierno escribe su propia Constitución. A veces, un hecho o una forma de hacer política cambian de manera decisiva la Constitución Política de un país, sin introducir una coma a su texto. Así acaeció entre nosotros con la revolución de 1891, en la que pasamos de un régimen presidencial a uno parlamentario, sin que el texto constitucional formal fuera alterado. Las más de las veces, en cambio, los gobiernos no logran instalar momentos de mutación constitucional significativa, aunque establecen modalidades de ejercicio del poder al interior de un mismo texto, sin alterarlo. Así, por ejemplo, el gobierno de Aylwin instauró la democracia de los acuerdos y el de Lagos, incluso al margen de sus reformas, el del reforzamiento republicano de las instituciones.
El bacheletismo tuvo su propia Constitución, su propia forma de entender y ejercer el poder político. La forma de enviar el proyecto de nueva Constitución lo refleja de cuerpo entero: la admiración o el temor reverencial a los movimientos sociales los eleva a la expresión privilegiada de la soberanía, pero el poder finalmente se ejerce con secretismo y al margen de los partidos políticos. Este Gobierno termina como empezó: descreyendo que los partidos fueran los vehículos de la expresión popular y marginándolos del primer plano. Así, el bacheletismo de la Nueva Mayoría comenzó con la recepción de la candidata a Chile por la "ciudadanía", sin que se invitara o más bien excluyendo a los presidentes de los partidos del acto. Siguió con la Presidenta cambiando de opinión rápidamente en cuanto a la gratuidad universal de la educación superior, porque los movimientos sociales, no porque los partidos de su coalición, se lo demandaban. Termina de igual forma: enviando un texto constitucional que tuvo la buena idea de iniciarse con cabildos ciudadanos, con participación popular, pero que terminó en el secretismo absoluto, sin recibir aportes de ninguno de los partidos que conformaron la coalición que sustentó su gobierno.
La oportunidad del envío no es lo criticable. Un gobierno puede dejar al debate una propuesta constitucional, pero la viabilidad de esa iniciativa obviamente va a depender de que una fuerza política relevante que sobrevive al gobierno que termina la sienta como su propia obra. Eso es lo que este Gobierno decidió despreciar, prefiriendo la política del testimonio a la de la eficacia.
Que nadie plantee la excusa de que no alcanzó el tiempo. El trabajo con los partidos pudo hacerse paralelamente a la participación popular o inmediatamente terminada esta. ¿Que el debate se habría filtrado? Obvio, pero si en eso consiste la participación, la idea de un debate público, de una obra en común, requisito indispensable de la idea de una casa común. No es que este Gobierno no pudo: es que no quiso hacer partícipe a su coalición de la obra de proponer un texto constitucional, y ello porque la Constitución del bacheletismo de la Nueva Mayoría fue sin partidos, una forma política en la que la presidencia se entiende directamente con el pueblo o, a lo más, intermediada por los movimientos sociales, por los que son capaces de hacer ruido, privilegiadamente si son jóvenes.
Ciertamente, este no es el único motivo de la crisis terminal de la Nueva Mayoría. Pero si el Gobierno termina con una coalición destartalada, con la emergencia de un Frente Amplio que se la come por la izquierda y con una derecha que se la come por el centro, ello ocurre en buena medida porque el bacheletismo tuvo una Constitución, una forma de ejercer el poder que se sumó al desprecio a los partidos políticos, en vez de tratar de rescatarlos. La lección parece haberla aprendido Piñera. Bachelet, en cambio, se va con la bandera al tope en esa forma personalista y poco abierta de ejercer el poder político.