Hoy es un día inútil. Un día no nacido que no nacerá. Riego las plantas, agrego humus de lombriz a las macetas. Acomodo el armario donde están los suéteres. Al pasar por la habitación, veo que una de las gatas que vive en casa -son dos- duerme dentro de la pequeña maleta que ha quedado abierta sobre la cama. Voy hasta la cocina y, mientras caliento la pava, miro una flor que ayer, durante intensas tareas de trasplante en el balcón, se desprendió y puse en un vaso junto a cajas de té de procedencias diversas, algunas aún cerradas. La última que abrí contenía hebras anchas, largas y duras como fideos secos, y la infusión resultó un agua maloliente y espumosa que arrojé por las cañerías. Me arde el ojo izquierdo. Lo tengo inflamado. Una oftalmóloga me indicó la aplicación de un gel que me produce, a veces, una picazón por la cual cualquier hipocondríaco razonable haría otra consulta pero que yo, que no soy ni hipocondríaca ni razonable, prefiero tomar como indicio de cura. Miro una avispa que ronda la planta de jazmín de Madagascar que está en el balcón, y no tengo ningún pensamiento acerca de lo maravillosa que es la naturaleza, ni de lo maravillosas que son las avispas, ni de lo lindo que es el jazmín, porque no me siento ni maravillada ni en paz, y porque las avispas me parecen diabólicas. Pienso, no sin angustia, en la frase "hay que disfrutar de las cosas simples". ¿Qué son las cosas simples? ¿Una avispa, un jazmín? Yo no las encuentro nunca. Y, si las encuentro, me aburren de inmediato.
Son los primeros meses del año. Algunas personas me han escrito diciendo "es tiempo de evaluar lo que he hecho y de ver cómo sigo". La idea de que haya personas que funcionan de esa forma me deprime y me hace sentir idiota. Me desespera la lucidez que advierto en otros, porque mi mente funciona de manera caótica, como una mesa de pool con bolas enloquecidas lanzadas hacia todas partes, y solo se calma -un poco- cuando escribo. Pero hay días, como este, en los que la escritura es una materia esquiva, resbaladiza. En los que permanezco lapidada dentro de mí, la cabeza repleta de gritos y alarmas y letreros de neón como filamentos de animales venenosos.Afuera, el mundo está tranquilo -hay gatas, jazmines, avispas-, y eso hace que todo sea peor. Tengo sobre mi escritorio una lista de temas acerca de los que quiero escribir -fake news; Venezuela; una frase de Gustavo Fernández, un argentino que lidera el ránking de tenis en silla de ruedas, que se niega a ser visto como un "ejemplo de vida" : "Está mal que sea una excepción ver a un discapacitado viviendo su vida. Si yo fuera a la universidad, también creerían que soy un ejemplo de vida. ¿Y todos los otros miles de estudiantes no? La lástima es horrible"-, pero no escribo nada acerca de eso.
Hace meses, en Buenos Aires, y durante la presentación de su novela La parte soñada, le escuché decir al escritor argentino Rodrigo Fresán que alguna vez había pensado en someterse a un experimento: dejar de escribir durante dos años -dejar de escribir por completo: cuentos, novelas, mails, artículos, blurbs, prólogos, contratapas, mensajes de texto- para, después de esa travesía por el desierto, volver a hacerlo. Introducir la abstinencia de escritura como un elemento de la escritura. Me pareció una idea extrema, inhumana, de altísimo riesgo. Me produjo vértigo y terror. Imaginé el esfuerzo descomunal que implicaría echar a andar la maquinaria partiendo desde la inmovilidad total, desde la inercia cero. Aun cuando, en cierta forma, cada vez que se escribe es como si fuera la primera vez. Como ahora: como esta tarde. Después, se obtiene algo parecido al alivio, que dura poco. Muchas de las cosas que me aquejan ahora se esfumarán cuando termine esta columna. Pero mañana o pasado el desasosiego volverá a comenzar.
En la cena de fin de año, mi padre y mis hermanos hablaron de Jack London, un escritor nacido en el siglo XIX que es, para ellos, un héroe literario. Eso me recordó a mis propios héroes. Cuando volví a casa dejé el libro que estaba leyendo -Nickolas Butler, un contemporáneo- y busqué El mito de Sísifo, de Albert Camus. En la edición que tengo (Losada, 1982), dice "lo que se llama una razón para vivir es, al mismo tiempo, una excelente razón para morir". Camus describe a Sísifo subiendo la montaña con la roca a cuestas hasta que, después de alcanzar la cima, ve cómo la piedra "desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior [...] y baja de nuevo a la llanura". Entonces llega esa frase que siempre me hace temblar: "Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa", porque es "la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en los que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca [...] Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde, conoce toda la magnitud de su condición miserable: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento conforma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no se venza con el desprecio [...]. El esfuerzo mismo para llegar a la cima basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso".
Ahora saldré a correr.