La política es el reino de la caducidad. Lo que una vez parecía poderoso y estable en el paisaje público nacional (los gobiernos radicales, la Revolución en libertad, el socialismo, o Pinochet), hoy solo es material para los historiadores. Ni siquiera la Nueva Mayoría, ayer invencible y arrogante, ha podido escapar de la decrepitud.
Pero los hombres no nos damos por vencidos fácilmente. Por eso, la política es también el arte de derrotar al tiempo y conseguir la ansiada pervivencia. Hay maneras inteligentes de hacerlo: la principal de ellas es la renovación. Todo está destinado a morir, pero quien se reforma oportunamente puede vivir más. Esto vale para los partidos, los gobiernos y las instituciones. Además, una renovación adecuada permite que las derrotas no sean permanentes, como muestra el reciente caso de la centroderecha chilena.
Otras maneras de enfrentar la amenaza del tiempo son menos sofisticadas. El ejemplo contrario al de Chile Vamos lo proporciona la Concertación: derrotada en 2010, no realizó un necesario ejercicio de purificación interna, y se limitó a esperar el regreso de una figura salvadora -Bachelet-, que metió los problemas debajo de la alfombra de su popularidad. Hoy los resultados están a la vista.
Dentro de estas formas ingenuas de precaverse de la devastación del tiempo, están las estrategias de "amarre". "Todo ha quedado atado y bien atado", decía Franco, muy orgulloso, en su mensaje navideño de 1969. Sabemos cómo le fue. También el General Pinochet eligió este camino con las "leyes de amarre", que causaban la furia de la Concertación.
¿Qué estrategia ha seguido este gobierno para enfrentar su próxima muerte? Por una parte, ha intentado dictar a última hora diversas leyes que consoliden su "legado".
En otros casos, su estrategia ha apuntado a las personas, y consiste en dejar muchos cargos ocupados, de modo que, como en la sillita musical, los que vengan carezcan de un lugar para sentarse.
Primero fue la multiplicación de los notarios, hecha a toda prisa, sin los adecuados estudios preparatorios. A esto se agrega el nombramiento de seis embajadores (cargo de exclusiva confianza presidencial) en los últimos cinco meses. ¿Eran necesarias esas vacaciones extendidas (en España, China o Australia)? ¿No se podrían emplear esos dineros, y los costos que originará su reemplazo, en profesionales para el Sename?
Algo parecido se observa en la administración pública. En un país donde ya demasiada gente trabaja para el Estado, no se entiende el repentino afán por pasar a muchas personas del régimen de honorarios al de contrata, y de contrata a la planta. Las protestas por estas situaciones no provienen solo de parlamentarios de Chile Vamos, sino de las propias asociaciones de funcionarios. Ellas han recurrido a la Contraloría para denunciar esas irregularidades.
El deseo de amarrar el futuro no es patrimonio del campo político. Está el caso del discutido reglamento de la nueva ley de aborto, aplicable a instituciones privadas como ocurre con la Universidad Católica, que va más allá de la ley reglamentada. No hay que olvidar que, al decir de las propias autoridades, esa ley era una despenalización muy excepcional. Si de eso se trata, no tiene sentido reformular la entera estructura y actividad del Estado en materias de salud, ni mucho menos la de aquellos particulares que colaboran con él, como si hubiese grandes masas de mujeres a las puertas de la Católica, esperando que sea satisfecha su única necesidad, la de abortar.
Los que pierden con este último amarre son las mujeres en situación vulnerable. Gracias al convenio con la PUC, tenían hasta hoy la posibilidad de acceder a la mejor salud del país. Pero ellas no están en ninguna ONG, ni serán representadas por los estudiantes en sus marchas, ni le importan mucho a nadie, salvo al rector Sánchez.
¿Qué muestran estas estrategias de amarre? A un gobierno que no ha sabido hacerse cargo del eterno dilema de la política, la caducidad. En vez de enfrentarse a su destino, realizar una introspección y corregir sus errores, se limita a hacerle zancadillas al adversario. De paso, su actitud poco republicana afecta la calidad de la burocracia, en perjuicio del país. Y todo porque muchas autoridades parecen convencidas de que el bienestar de la izquierda y el bien de Chile son exactamente lo mismo. El balance no puede ser positivo: la administración de Bachelet termina aquejada de males idénticos a los que afectan al resto de la izquierda latinoamericana.