Hasta aquí, esos vientos temibles que giran en grandes círculos, cuyo diámetro crece en la medida que avanzan, causando destrucción a su paso, eran uno de los pocos males de la naturaleza de los cuales habíamos estado libres. Hasta ahora, hasta que probablemente la desesperación que provoca el resonar de la continua impunidad, como una gotera permanente que exaspera al recordar el continuo fracaso de la inteligencia policial de Temuco, hizo que funcionarios de Carabineros, asesorados por un civil que tenía vínculos más bien informales con la institución y que carecía de estudios computacionales que avalaran las destrezas de las que se jactaba, comprometiendo el prestigio de toda la institución, habrían inventado mensajes para inculpar a personas en contra de quienes no existían pruebas de tener responsabilidad en el delito de quema de camiones.
Más allá del debate técnico acerca de la capacidad de interceptación por los medios que "el profesor" sostiene haber empleado, existen tres pericias contestes en que los mensajes inculpatorios se introdujeron una vez que los celulares estaban ya en poder de Carabineros. Tal falsificación de instrumento público y obstrucción a la justicia habrían llevado a engaño al Ministerio Público y al Poder Judicial, al punto de decretar la prisión preventiva de aquellos en contra de quienes se había inventado dolosamente la prueba. Esta línea investigativa del fraude a la justicia no puede fallar y, una vez acreditada, debe ser severamente sancionada, pues los agentes del Estado, llamados a dar imperio al derecho, aparecen mintiendo, inventando dolosamente prueba para "cargar" a quienes sufrieron injustamente un proceso y prisión preventiva en base a ese ardid delictivo. El hecho nos recuerda el actuar policial de otras épocas que creíamos desterrado.
Cuando el Ministerio Público (MP) descubre la trampa, el huracán causa otras destrucciones a su paso. Desde luego, la quema de camiones amenaza con quedar impune; la relación entre el MP, llamado constitucionalmente a dirigir las investigaciones penales, y Carabineros, obligado a ejecutar sus órdenes, termina deteriorada al punto que el primero pide allanar las oficinas policiales en busca de material que podría probar quiénes y cómo fraguaron los ilícitos de falsificación y obstrucción a la justicia. Carabineros se limita a desvincular a quienes declaran como imputados; el MP acusa al Gobierno de inacción evidente y el Gobierno se defiende con débiles excusas para no haber pedido el conocimiento de la investigación. El Ministerio del Interior insiste en prestar ropa a Carabineros, en dudar de las pericias decretadas por el MP y en pedir otras que califica de "independientes", al mismo tiempo que, contradictoriamente, emprende el camino de querellarse contra quienes resulten responsables de falsificación de instrumento público y obstrucción a la justicia, lo que implica reconocer que estos ilícitos existieron. Quedan heridas relaciones que deben ser óptimas para que funcione el Estado de derecho.
El huracán amenaza con ampliar el círculo de destrucción, al aparecer un acuerdo carente de todo contenido u orientación por modificar las leyes de inteligencia y antiterrorista. Sin duda estos dos cuerpos normativos pueden y deben ser perfeccionados, pero no parece estar en ellos el origen del devastador mal; ni en su cambio, la barrera infranqueable para que no vuelva a repetirse.
De casos críticos como estos pueden y deben sacarse lecciones para cambios legislativos, pero estos no deben diseñarse al calor de un solo hecho, por grave que este sea. La sanción penal a los delitos, unida a la responsabilidad de mando y política, sigue pareciendo el acto de prevención más efectivo.
Reducir los niveles de impunidad de la violencia en La Araucanía exige de normas y políticas que combinen adecuadamente una vigorosa y efectiva capacidad de inteligencia policial, al mismo tiempo, controles que garanticen la confianza pública de sus actos, rasero de la legitimidad en la que siempre descansará el combate al crimen organizado.