El principal problema del primer gobierno de Piñera fue la dificultad para transmitir objetivos políticos capaces de dar sentido y una cierta épica a sus políticas sectoriales; lo que se dio en llamar la ausencia de relato. La derecha pareció aceptar entonces que la cultura política del país era de izquierda, que no tenía una alternativa que ofrecer que fuera capaz de proyectarse en el tiempo y que, por tanto, no le cabía sino guarecerse lo mejor que pudiera del chaparrón de las protestas callejeras, motivadas más por lo que dejaba de hacer que por sus impulsos transformadores. El primer gobierno de Piñera, salvo por unas pocas cuestiones episódicas, como la de los mineros y la reconstrucción, y algunas pocas políticas sectoriales, como el posnatal, fue un gobierno a la defensiva.
El nuevo gabinete, en cambio, no está diseñado para jugar de esa manera. En el Ministerio de la Mujer, una ministra contraria al aborto en tres causales; en RR.EE., un activo anticomunista, y en Educación, un ministro que se ha mostrado contrario a la gratuidad y proclive al lucro, la selección y el copago. En una primera mirada tal selección parece contradecirse con el objetivo de una política de acuerdos. Pero es posible que no sea en esas áreas donde tales acuerdos busquen alcanzarse. Más parece que el Gobierno quiere cambiar de agenda.
Sería un error pensar que, al hacer los nombramientos ministeriales, no se haya previsto las polémicas que se iban a generar. Lo que parece haber es una estrategia deliberada de confrontar ideológicamente el legado de Bachelet, mientras se es realizador en otras áreas.
El futuro gobierno no intentará revertir las leyes aprobadas en educación ni en aborto, pues no tiene mayorías parlamentarias para ello; pero ha puesto a negociadores duros y no a rostros amables en áreas en las que puede enfrentar polémicas y movilizaciones por no profundizar en esos cambios. No es un gabinete para desandar caminos en los ejes del legado de Bachelet, aunque tampoco a ceder o a eludir los debates en esos planos. Puede no ser una mala estrategia si se tiene presente que, lo más probable, es que en cuatro años deba enfrentar a un candidato, o más posiblemente, a una candidata que intentará representar, reivindicar y profundizar ese legado. El Presidente electo parece confiado en que la derecha pueda transformar el triunfo político en uno cultural o de opinión pública. En el peor de los casos, si fracasa en esta tarea, la responsabilidad recaerá en ministros que representan lo más duro de la derecha, un sector con el que el Presidente electo no se identifica.
El primer gabinete muestra una derecha con una nueva actitud, más segura de sí misma, una que no anda pidiendo perdón a nadie por no coincidir con las protestas callejeras.
El gobierno no estará por retroexcavar el legado, como algunos piensan. Allí podrá haber intensa polémica, pero no debieran esperarse grandes cambios. El polo realizador del Ejecutivo se dará en la lógica de volver a focalizar el gasto en los más pobres y vulnerables, y agregará la protección de la clase media ante las contingencias y riesgos que puedan devolverlos a la pobreza. Esas políticas debieran emerger y ser coordinadas desde el empoderado Ministerio de Desarrollo Social que, de paso, tendrá la titánica tarea de iniciar un proceso de modernización del Estado. Esas políticas protectoras habrán de ser presentadas ante un Congreso con mayoría opositora por una voz novedosa y renovada, como es la de Blumel, que seguramente se saltará los códigos clásicos de la negociación política e intentará debatir mucho más públicamente, confiando en generar un estado de opinión favorable, que obligue a algunos parlamentarios a sumarse a las ideas matrices de los proyectos gubernamentales.
Con esos contenidos y con ese estilo, no cabe despreciar la posibilidad de que, por primera vez en muchos años, la política baile al son de la música que escoja la derecha.