Estamos acostumbrados a que los padres sientan orgullo de sus hijos, pero, ¿qué ocurre cuando los hijos cometen actos que nos dan vergüenza? Las relaciones humanas son ambivalentes, y la vergüenza de un progenitor puede estar en un logro no obtenido, en una maniobra económica deshonesta, o en algo mucho peor. ¿Qué ocurre si un hijo comete un crimen y se convierte en un asesino en serie? Hay una novela, "Tenemos que hablar de Kevin", de Lionel Shriver, llevada al cine magníficamente por Lynne Ramsay, que intenta responder esta pregunta a partir de una madre que enfrenta el caso de su hijo adolescente, quien provocó una matanza en su escuela de Estados Unidos. La obra "Gaz", del autor flamenco Tom Lanoye, traducida al español por Micaela Van Muylem, se enfrenta al mismo enigma, pero desde una madre soltera, residente en Europa, que descubre que su hijo es el autor de un atentado que dio muerte, con una bomba de gas venenoso en el metro, a 184 personas. Luego, fue abatido en el lugar por la policía.
La obra articulada en formato de monólogo, dirigida por Guillermo Ugalde ("Lamedero") y que se presenta en el teatro Taller Siglo XX hasta este domingo, pone a la madre, interpretada finamente por Heidrun María Breier, frente al espectador sin intermediaciones. Ahí está la madre que despliega sus descargos; el subtítulo de la obra es "Alegato de una madre condenada", que oscila entre las acusaciones y una procesión emocional de momentos retrospectivos.
La trama de la pieza apunta, por supuesto, a un fenómeno contingente que se ha hecho, lamentablemente, más frecuente en estos últimos años: atentados, en manos de grupos fundamentalistas, en zonas muy transitadas. Sabemos que la mecánica es que las primeras noticias de los hechos apuntan a identificar a las víctimas y luego a construir el perfil del criminal para, en un modo siempre impreciso, intentar comprender su móvil. Tarde o temprano aparecen los padres del "monstruo". En este caso es una madre abandonada, y junto con esa crianza solitaria aparecen otras variables macro, como los complejos procesos de colonialismo, el reclutamiento de las sectas sobre jóvenes desorientados, la sobrevaloración de los medios y la presión por la notoriedad. Pero ninguna de las razones es suficiente para establecer una clara causa-efecto que explique cómo su hijo, alguien imperfecto pero normal, es subsumido por un grupo de fanáticos para hacer estallar su propio odio entre ciudadanos inocentes.
Al mismo tiempo, estos casos, al igual que la novela de Shriver, nos empujan a preguntarnos por la naturaleza del mal. Un asunto complejo que oscila entre el neurodeterminismo, los afectos primarios, las condiciones socioeconómicas, la relación con los pares y una gran zona misteriosa. Frente a nosotros, una mujer vulnerable pero entera habla de un vínculo materno cargado de sentimientos catastróficos y hace pasar por su cuerpo, y en eso la actriz lo logra muy bien; la versión de los medios de comunicación, la interpretación de los expertos, la voz de los familiares de las víctimas, el discurso de la industria de la guerra. En ese sentido, Heidrun Breier, actriz y directora de bajo perfil, pero con poderosos trabajos como "Filoctetes", "Banal" o "Karl Marx: Año Zero", logra ser una ventrílocua de lo ominoso, pero lo central está en su lucha, que toma forma en sus desplazamientos y mudas de vestimentas y manipulación con objetos: conservar el vínculo particular que tuvo con su hijo y una posible herencia (un hijo y una nuera en un país lejano).
Acá se introduce una interesante arista: la lucha de la madre contra el hijo convertido en "caso", contra las etiquetas de los expertos ("era el producto de una época"); contra la biografía retorcida en Wikipedia, contra el hijo convertido en "verdugo", para muchos, y en mártir-héroe, para otros. Ella defiende "los detalles únicos", para eso disecciona el vínculo filial ("era mi dueño", "yo era su alimento"), no para justificar el crimen, sino para ensayar hipótesis de la compleja e impredecible naturaleza humana. Hay momentos muy bien logrados, como cuando se reproduce el instante del parto por cesárea; la herida de nacimiento funciona en tanto metáfora obsesiva y designio trágico. Otros tienen que ver con la crudeza de la escena del reconocimiento del cuerpo en la morgue.
Un texto de este calibre precisa algunos ajustes en la producción que esta vez peca de algo tímida. Por ejemplo, da la idea de que un escenario más despojado transmitiría mejor la sensación de una madre que tiene a todo el mundo en su contra. Se necesita más espacio para apreciar las interesantes maniobras de la actriz con un micrófono, los relojes que marcan un ritmo, una caminata por un campo risco. El final es algo abrupto, tanto en el texto como en la puesta en escena, quizás graduar más ese declive vendría bien. Sin duda, el diseño sonoro de Pablo Aranda y Guillermo Ugalde aportan una atmósfera de tensión y suspenso que enriquecen la pieza.
"Gaz" es una dramaturgia de excelencia, que nos deja atentos a seguir a este destacado autor, y su montaje cumple con el desafío de entrar sin temor a las zonas oscuras y contradictorias de un evento de esa magnitud. A su vez, remueve el tabú de la maternidad, contaminando los afectos con sentimientos de culpa, rabia, vergüenza. Ahí está una madre convertida en víctima, sin salvación, por responsabilidad del hijo y de las circunstancias.