Tuve una suerte extraordinaria: he visto el futuro. Viajé a Washington desde Buenos Aires, vía Miami. Entré con pasaporte europeo. En el aeropuerto de Miami hay un proceso de selección, previo al trámite de Migraciones: unas máquinas que escanean el pasaporte y emiten su veredicto bajo la forma de un ticket en el que, junto al rostro impreso del viajero, puede haber, o no, una equis gigantesca. En el pasillo que conduce hacia esas máquinas, una oficial de seguridad con acento cubano gritaba: "¡Muévanse, a las máquinas, rápido!". Obedecí y, después de hacer lo que la máquina indicaba -responder preguntas, escanear mi pasaporte-, recibí un ticket con mi cara y una equis. En la pantalla aparecía una leyenda que decía que mi trámite no había podido completarse. Munida de mi pasaporte y mi ticket me dirigí a la mujer de acento cubano para preguntarle qué debía hacer. Me gritó: "¡Por allá!". Como la mujer ni siquiera había mirado el ticket, advertí: "Mire que salió con una equis". Respondió: "¿Que no entiendes? Aunque te salga menos cero, ocho coma cinco, o equis, ¡vete pallá!". Caminé y llegué ante dos filas: una, muy corta, para personas con tickets sin equis; otra, gigante, para nosotros, los marcados, donde una oficial latina y un oficial latino aullaban: "¡Las equis avancen por aquí, las equis avancen, avancen!". Me paré al final de la fila de los marcados, con otros compatriotas: brasileños, bolivianos, ecuatorianos, paraguayos, algún argentino. Desde un costado, otra oficial con acento colombiano voceaba: "¡Conexiones, seis de la mañana!". Como mi conexión era a las ocho y media, y eran apenas las cinco, me quedé donde estaba, pero la mujer que estaba justo detrás de mí fue a preguntar. Se acercó a la oficial, dijo: "Disculpe, tengo una conexión a...", y, sin dejar que terminara, la colombiana le arrebató el boarding pass, lo miró como si fuera un moco y le dijo: "¡Conexión a las ocho! ¡Vuelva a su lugar!". La mujer volvió sin decir ni "mu". La fila se diseminaba en filas menores ante los puestos de los agentes de migraciones, que se tomaban su tiempo. Tuve suerte: esperé solo una hora y media gracias a que había apenas tres personas delante de mí. El agente que me tocó tenía un inglés extraño. Demoré en darme cuenta de que cuando decía "wu wu stiiiiiing" quería preguntar en qué hotel me iba a quedar, y que cuando preguntaba "jái iú cámin"? quería preguntar cuál era el motivo de mi viaje. Respondí que iba a presentar un libro, le di el nombre de mi hotel. El hombre preguntó: "¿Nifú?". Ya con el oído acostumbrado a su acento, entendí que me preguntaba si llevaba comida. Le dije "No" y después me acordé: "Sí. Un sándwich". Me miró como si le hubiera dicho "Antrax". Pregunté: "¿Se lo doy?". Me miró con desprecio, meneando la cabeza, me selló el pasaporte y pasé. Caminé hacia la zona de conexiones, por pasillos donde más latinos gritaban: "¡Izquierda conexiones, derecha exit, move, move, move!". Llegué al control de seguridad, donde también agentes muy latinos gritaban: "¡Nada en los bolsillos, no líquidos, no zapatos, rápido!". Una mujer vieja de aspecto humilde sacó de su cartera una bolsa ziploc con un dentífrico y una botella ínfima con líquido, y se acercó a uno de los hombres que vociferaban para preguntarle, en español, si debía tirarla. El hombre respondió como si le hablara al aire o a un mosquito: "¡Líquidos dije: agua, jugo, coca-cola. ¡Líquidos! ¡Eso no es líquido!".
No recuerdo ningún aeropuerto donde la palabra "amable" pueda aplicarse al personal de migraciones o de seguridad. Pero ni en Zimbabue ni en Malasia ni en Filipinas ni en Indonesia ni en Perú ni en El Salvador ni en Colombia ni en México ni en Croacia ni en Italia ni en Inglaterra vi esa convicción tan desembozada: que todos los que estábamos ahí éramos una piara de cerdos que llegaba para mancillar una tierra que no nos merecíamos. Creí ver, en los ojos de todos esos latinos o descendientes de latinos metidos a agentes del Estado, en esas pupilas vaciadas de toda compasión, una luz pérfida, un vibrión de revancha: "Yo lo hice, lo logré, tengo mi american dream, pero, para que yo pueda seguir haciéndolo, tú no puedes entrar".
Después, en Washington, en varias conversaciones, escuché lo previsible: que desde el comienzo de la administración Trump el maltrato en las fronteras se ha disparado al infinito. Pensé en una novela distópica de la norteamericana Lionel Shriver, Los Mandible, que cuenta un futuro cercano en el que Estados Unidos es una nación en bancarrota gobernada por un presidente tirano y latino; y en Aung San Suu Kyi, una mujer que pasó 15 años en arresto domiciliario bajo la dictadura militar de su país, antes Birmania y ahora Myanmar. En 1991, por su defensa de la democracia y los derechos humanos, le dieron el premio Nobel de la Paz. En 2011, Myanmar comenzó un proceso de apertura y en 2015 el partido de Suu Kyi ganó las elecciones. Ella no preside -por cuestiones burocráticas-, pero detenta el poder. Myanmar es budista con una minoría musulmana, los rohingya. En agosto de 2017, el Ejército de Salvación Rohingya de Arakan realizó varios ataques y los militares de Myanmar los arrasaron: hubo violaciones, tortura, quema de aldeas y 600 mil rohingya huyeron a Bangladesh. La ONU y Amnistía Internacional le dieron nombre a eso que el gobierno de Myanmar está haciendo: "limpieza étnica". Suu Kyi, la antigua víctima, puso el grito en el cielo diciendo que nadie sabe mejor que ella de derechos humanos, y tildó a los rohingya de terroristas.
No hay peor fascista que un burgués asustado, decía Brecht. Es posible que esa frase sea hoy más cierta que nunca. Pero transformar a las víctimas en victimarios -a los antiguos oprimidos y a sus hijos en terribles opresores- es el mayor, el más perverso triunfo de algo muy oscuro que aún no hemos visto en todo su despliegue y que será devastador.