Puse la palabra "taller" en Google, la busqué en el diccionario de la Real Academia Española, y encontré varias definiciones que me gustaron: "Establecimiento en el que se realizan trabajos artesanos o manuales"; "Curso, generalmente breve, en el que se enseña una determinada actividad práctica o artística"; "Lugar en que se trabaja una obra de manos". Según lo entiendo, el periodismo es un oficio artesanal, y un taller de periodismo es un sitio donde se transmite esa "obra de manos". Escribo esto recién llegada de Quito, donde di un taller de un género periodístico específico: la crónica. La crónica equivale a un documental, solo que escrito. Esto implica una larga labor de investigación o reporteo y un gran dominio de la escritura, entre otras cosas. Antes de Quito di talleres de crónica en Santiago, en Managua, en Sao Paulo, en Ciudad de México, El Salvador, Montevideo, Bogotá, Lima. Y lo hago todo el tiempo en Buenos Aires, desde hace años. Hasta ahora nadie ha logrado convencerme de que estoy perdiendo mi tiempo. Cada vez que me encuentro con un grupo nuevo me pregunto lo mismo: "¿Quién, de todos, será el que va a deslumbrarme?". No siempre sucede, pero casi siempre sucede: alguien, en un grupo de 10 o 12 colegas, escribe una pieza tan buena que me produce una alegría violenta, una exaltación. Claro que la pregunta se repite una y otra vez: ¿se puede enseñar a escribir? Probablemente no, si se lo piensa en términos de fórmula. La escritura no es una receta. Con ella, la única regla es el exceso y eso se hace en soledad, a fuerza de poner el trasero en la silla y acumular horas de vuelo delante de la computadora. Yo no puedo decir que, cuando doy talleres, intente enseñar a escribir. No me planto ante los colegas como si fuera Moisés bajando del monte Sinaí con las tablas de la ley, sino con la pretensión algo más modesta de compartir un método de trabajo y de sugerir, más que cuál es el camino, cuál me parece que no es. Pero también intento hacer algo más mesiánico: promover cierta agitación y transmitir entusiasmo. Entusiasmo por el oficio bien hecho. Entusiasmo por defender unas formas de trabajo que contemplan tanto el reporteo concienzudo como la escritura exigente. Entusiasmo para pelear contra la superstición de la urgencia y la inmediatez en tiempos donde todo es vértigo, donde no importa llegar mejor, sino llegar antes. Los talleres, tal como los veo, funcionan así como una especie de guerra de guerrillas: en ellos se siembran algunas ideas que luego, con suerte y viento a favor (y a veces hay ambas cosas), se esparcen como esporas y se ramifican y tienen, en ocasiones, efectos muy concretos: alguien se transforma en un periodista distinto, alguien se transforma en un editor distinto, alguien emprende un nuevo proyecto, unos cuantos regresan a sus sitios de trabajo con ideas muy diferentes acerca de cómo deberían ser las cosas, otros recuerdan por qué era que querían dedicarse a contar historias. En definitiva: un taller de periodismo es un espacio de trabajo y de agitación política que, si sale bien, tiene efectos que trascienden con mucho la idea de "aprender a escribir".
Toda esta cháchara, porque en Quito una colega me preguntó qué pensaba de una frase -cuya fuente no me fue revelada- que dice -con espíritu crítico- que hoy hay más talleres de crónica que cronistas. Hasta hace unos 10 o 15 años, la crónica, que sigue siendo marginal, era más marginal aún: no había editoriales interesadas en publicar libros del género, casi nadie sabía de qué se hablaba cuando se hablaba de crónica, y muy pocos periodistas habían hecho de ella la parte central de su obra. Hoy las cosas han cambiado un poco: los periodistas de todo el continente saben de qué se habla cuando se habla de crónica (definir un género es importante incluso para cuestionarlo), muchos hicieron de ella la parte central de su obra, las editoriales están interesadas en publicar libros del género. Y, supongo que, como consecuencia, hay muchos periodistas interesados en tomar talleres. Pero, a juzgar por aquella frase, que haya muchos que quieran hacer lo que antes hacían unos pocos empieza a ser una mala noticia. La sentencia contrabandea el mismo germen reaccionario que anida en otras como "Esa banda era buena cuando tocaba en un garaje y la íbamos a ver cuatro, pero ahora que toca en estadios es una porquería". Según esa lógica, la crónica era un gran género cuando pertenecía a una élite de elegidos. Ahora, que la aborda el vulgo, hay que corregir el rumbo y volver al garaje.
Hace unas cuantas semanas quedé muy cansada después de dictar dos talleres consecutivos e intensos. En esos días hablé por teléfono con un artista exquisito que, en la cumbre de su talento, fue uno de los cuatro o cinco mejores del mundo. Ese hombre da clases desde siempre. Escuchó mi cansancio, escuchó mi queja -"Dar clases cansa, a veces me deja vacía"-, y me respondió: "No seas egoísta. Transmitir es una hermosa misión. Pero, para los que hacemos lo que amamos, además es un deber".