Ya se ven algunos signos de que la segunda vuelta va a exigir de ofertas políticas mucho más específicas que las que vimos en primera. Piñera entendió que necesitaba los votos de Ossandón para mostrarse como un candidato que comprende el descontento y, asumiendo sus riesgos, ha hecho promesas que, aunque aún imprecisas, constituyen cambios significativos que desafectan sus votos más conservadores. No la tiene fácil Piñera, ni la tendrá fácil para gobernar si gana, pues a pesar de la buena votación de la derecha en el Congreso, le faltan cinco votos en la Cámara para alcanzar mayoría simple y la distancia es aún mayor en el Senado.
Por el lado de Guillier la cosa es más complicada. Ya obtuvo un apoyo sin condiciones de ME-O y de la DC, pero eso no le alcanza. Necesita conquistar votantes del Frente Amplio y, sobre todo, necesita de esa bancada para poder pasar leyes en el Congreso, a menos, claro, que lo negocie con la derecha, lo que le acarrearía otros dolores de cabeza.
Lo que sucede es que el gran cambio en la estructura de partidos y en la composición del Congreso ya está producido. Es allí donde radican las novedades que registrarán los libros de historia, probablemente con letra más destacada que los renglones que merecerá el resultado de la segunda vuelta. El descontento con los partidos de centroizquierda no es nuevo: ya en 2009 ME-O obtuvo un 20% de los votos. El 2013 Bachelet candidata logró la magia de hacer casi desaparecer el voto de castigo a la política tradicional de la centroizquierda, pero al terminar su período, el grado de desafección con los partidos tradicionales de la Nueva Mayoría se ha agudizado. Todos ellos, con la sola excepción del PC, han bajado significativamente su votación, particularmente, el PPD y la DC.
Las enormes diferencias entre esta elección y aquella del 2009 parecen estar más del lado de la oferta política que de las preferencias del electorado. El voto de descontento, de desprecio hacia la política tradicional dejó de inclinarse por un llanero solitario y ahora lo hizo por un movimiento colectivo, con ideario, una enorme mística, un sentido de superioridad moral y varios líderes No es homogéneo, pero a sus figuras y voceros los une el mismo rechazo al modelo, a los partidos tradicionales y un sentido de misión, de estar llamados por la historia a cambiar su curso, sino ahora, muy pronto. Guillier necesita parte de su electorado para ganar y parte de sus votos en el Congreso para gobernar. A diferencia de la DC y de ME-O, el FA, a mi juicio, con sabiduría política, hace sentir su peso en una segunda vuelta en que son actores principales, a pesar de haber quedado fuera.
Por ahora, Guillier les ha hecho guiños más bien simbólicos, con cambios en su comando, pero el FA le exige definiciones. A los primeros acercamientos de sustancia: condonar la deuda del CAE y fin a las AFP, la DC formula críticas. Dice que eso es inviable. "Nosotros vamos a votar por Guillier, no por el FA", sentenció el presidente en ejercicio de la DC. ¿Qué es eso sino una advertencia? Es que poner condiciones y posturas en el debate es la actitud propia de un partido político, cuando tiene una doctrina y una idea de lo que le conviene a Chile. Si bien puede ser razonable adherir sin condiciones a un proyecto acabado, no lo es si se hace por adelantado a uno que va cambiando por derroteros desconocidos.
La otra condición importante del Frente Amplio, la Asamblea Constituyente, también es un zapato chino. Podría hacerse el gesto de enviar un proyecto, pero sin los improbables votos de la derecha en el futuro Congreso, la AC tendría que imponerse por vías extrainstitucionales, con un quiebre de las formas democráticas y del Estado de Derecho.
La cosa está difícil para ambos candidatos. También para Chile y su gobernabilidad se avecinan horas complejas. Solo cabe alegrarse de que los perdedores estén obligando a los candidatos ganadores a hablar de política y precisar sus ofertas. Los ciudadanos podremos votar más informados.