En agosto pasado, la escritora argentina Hebe Uhart ganó el Premio Iberoamericano Manuel Rojas, que otorga el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes del Gobierno de Chile. Dotado con 60 mil dólares, es un reconocimiento a la trayectoria. El día que lo supe corrí a escribirle a Hebe. Me respondió de inmediato, con dos líneas en las que se la notaba como siempre: doméstica y contenta, con un humor solo en apariencia bonachón, siempre sulfúrico. Después pensé que ella es, junto a Nicanor Parra, una de las tres o cuatro personas más enigmáticas que conozco.
Rodolfo Fogwill dijo: "Hebe Uhart es la mayor cuentista argentina contemporánea. Dije 'la', pero debí decir que sus cuentos, como los de Silvina Ocampo y Sara Gallardo, están entre los mejores de la literatura argentina". Cuando uno le pregunta a ella qué piensa de aseveraciones que la sitúan como la mejor escritora argentina, dice: "No. Es demasiado peso. No quiero ser la mejor escritora argentina. Es un lugar en el que te
quedás sola y yo no me quiero quedar sola". Esa vocación de medianía, su empeño en negar las rimbombancias, no es una impostura, sino una forma de estar en el mundo ("No quiero tener más de lo que tengo. Tengo este departamento, otro que alquilo, una jubilación y los talleres. Me gusta estar así, en el medio"). Nació en 1936. Su hermano mayor, ya fallecido, era cura. Su madre, maestra y su padre, empleado de banco. En su casa había solo libros sobre Jesús y ella escribía únicamente si no tenía algo mejor que hacer: jugar o ir a visitar a su tía loca, diagnosticada con esquizofrenia paranoide. No se sabe qué fue lo que hizo que se pusiera a escribir pero se puso, y publicó a ritmo sostenido desde 1962 en editoriales independientes que ya no existen:
Eli, Eli, lamma sabachtani (Goyanarte, 1963),
La gente de la casa rosa (Fabril, 1970),
Camilo asciende (Torres Agüero, 1987),
Guiando la hiedra (Simurg, 1997), entre muchos. El
mainstream literario no le hacía el menor caso, pero su nombre rodaba entre lectores y críticos admirados. En 2003, empezó a publicar en Adriana Hidalgo -
Del cielo a casa, Turistas-, pero fue en 2010, 38 años de escritura y 16 libros más tarde, que un sello grande mostró interés en su obra: Alfaguara publicó, en la misma colección en la que habían aparecido antes los cuentos completos de Faulkner, Nabokov, Cortázar, sus
Relatos reunidos. Su nombre -su estampa menuda de pelo corto y boca entreabierta, como si la exposición al mundo la hiciera jadear- se selló con lacre en el corazón de la literatura de habla hispana. Por entonces ella tenía 74 años y pudo haber seguido escribiendo cuentos, reinando en su dominio. Sin embargo, a una edad en la que todos buscan la comodidad de la pantufla, armó un bolso, se lanzó a la ruta y empezó a hacer crónicas de viajes con un estilo que podría definirse como de "cronista arbitraria": llega a un pueblo, entra a un café y pregunta por "cosas para ver". Le dicen: "Hable con el profesor tal", o "vaya al museo". Ella va. ("Una vez fui a Santa Rosa, en Uruguay. Pasa una señora y le digo 'Señora, ¿me invita a tomar mate a su casa?'. 'Sí, cómo no'. Y me dice: 'Usted tiene que ir al asilo de ancianos'. Y la verdad, 10 puntos. Tenían jardín huerta, unas camitas preciosas. Después, el comisario. Hacía 10 años que no había habido un crimen. Suicidios sí. Modalidad, tirarse adentro de un aljibe"). Escribe crónicas porque, según dice, se le agotaron las ganas de escribir ficción y le pareció más revelador salir a mirar: "No quiero volverme automática. Yo quiero que me salgan plumas nuevas". Libros como
Viajera crónica,
Visto y oído,
De la Patagonia a México,
De aquí para allá, son fruto de esos viajes. Nada en ella remite a lo naif, pero se insiste en decir que en su escritura hay algo ingenuo ("Me he hecho una fama: naif, dicen, como si una fuera medio tarada. Yo no soy inocente. Pero es como una fama. Es más fácil repetir eso que pensar otras cosas"). Yo nunca vi en Hebe ingenuidad, sino crudeza. Solo alguien brutal puede escribir un relato como "Congreso", que transcurre durante un encuentro de escritores en Alemania. La protagonista, tumbada en la cama del hotel, escucha la conversación y las risas de las escritoras que se han reunido en la habitación contigua: "¿Cómo era que no me venían a buscar? ¿Sabrían que yo estaba ahí? [...]. Y entonces tuve una triste impresión de mí misma, como si yo fuese un producto de mala calidad, una vaca cansada". Hace poco, en una entrevista para el diario argentino
La Nación, le preguntaron por la escritura y dijo: "La mayoría de las cosas que sirven para escribir, sirven para la vida. Lo que tiene que aprender un escritor es a acompañarse a sí mismo. Acompañarse a sí mismo es esperarse. Pensar: 'Ahora no me sale pero después a la tarde me va a salir. Voy a esperar y me va a salir'. En realidad el que escribe son dos: uno que tiene el material y otro que acompaña. Puede acompañarse bien o rebelarse". Leí eso y sentí envidia de los alumnos de su taller (Hebe tiene, desde hace años, uno de los talleres de escritura más prestigiosos de Buenos Aires). Debe ser reparador que, en medio del tembladeral, durante los largos días en los que no pasa nada, alguien le recuerde a uno cómo hay que enfrentarse a esa materia compleja