No son los primeros ni serán los últimos, pero entre tantos otros proyectos gastronómicos que se han arranchado en el popular Barrio Franklin, La Comedoría destaca. Porque hay que tener agallas para instalarse en un flamante centro comercial justo al frente del Matadero, en un tercer piso donde hay picadas peruanas, colombianas, venezolanas y hasta un gringo que vende tacos. Agallas porque su cocina es finita y no de cantidad. Tampoco es barata, considerando que hay que pegarse el pique hasta allá para pagar un precio semejante al de otros barrios y que el tema del estacionamiento no es menor. Pero estos resquemores se disipan al primer bocado. O sea, si se declara foodie, uno de esos amantes del sabor antes que de la comodidad, vaya agendando no más.
En un local impecable y con su cocina a la vista se desarrolla una experiencia en La comedoría, que abre de martes a domingo, entre la una y las cinco. Atendido con la diligencia de un negocio familiar -léase, con mucho cariño-, su carta es de aquellas que despierta impaciencia: la de volver para probar el resto. De entre una oferta ni extensa ni mezquina, se nota el afán de complacer sin experimentos fallidos. Y con una buena cantidad de platos vegetarianos nada de fomes.
Para partir, unas croquetas de zapallo con champiñones ($4.800), acompañadas de una mayonesa con nori, esa alga tan amada por los japoneses. No eran pocas, estaban muy bien fritas (lo que no es fácil, ojo), y su sabor -contra lo esperable- no estaba dominado por el dulzor. Un primer indicio de algo que se reitera: aquí el todo es superior a la suma de sus partes. Nada domina, todo se complementa.
De fondos, unos ñoquis de betarraga ($6.700) con salsa de queso de cabra, algunas nueces caramelizadas y algo de pesto del mismo tubérculo. Al igual que con el plato anterior, resultó ser un plato sutil conjugado en el verbo sutil. Un poquito más intenso resultó un bol con papas fritas (algo muy fritas), coronado con abundante plateada deshilachada ($7.000), con un chorrito de salsa de queso mantecoso. Llenador y con una carne blandísima. Bien chancho, la verdad.
De una poco tímida carta de postres, un flan de leche ($3.000) con salsa de chancaca, la que, como diría el poeta, "cuando no da vida, mata", lo que no fue el caso.
Resumiendo: es un lugar con servilletas de papel, sencillo, con una atención al ritmo de una cocina que no se estresa, pero que alberga a un alguien que tiene un don. O sea, en otro barrio podrían hasta cobrar más caro, por lo que además se aplaude su coraje y su opción. Se les recomienda, eso sí, que incluyan algún plato sencillo -¿cochayuyo, zapallo, algas? No la pongan tan difícil, plis- para el mañoso de turno (considerando que la visita al Persa puede ser familiar), y que, para acompañar el cierre DULCE de la experiencia, tengan un café expreso amargo y en regla.
Franklin 979, local 7.