Es notable la manera en la que el Gobierno, no obstante estar corriendo sus últimos metros, ha logrado ir concentrando en él la agenda política. En la mayor parte de las oportunidades lo ha realizado a costa de distanciarse de fracciones de su base de sustentación o incluso de perder colaboradores muy relevantes. No parece importar ese costo con tal de haber llevado la campaña presidencial al debate de la lealtad a sus políticas o la traición a ellas. De paso, se asegura que la propia Presidenta no desaparezca de la escena al dejar el cargo.
Primero fue el rechazo a Dominga, lo que implicó la renuncia del equipo económico, colaboradores que generaban en algunos de sus partidarios un grado de confianza en la política fiscal que se desvanece en su ausencia. ¿No pudo evitarse haciendo las cosas distintas? Pareciera que sí, pero entonces el punto de la defensa del medio ambiente no habría quedado puesto con el dramatismo y la espectacularidad con que quedó en la retina de todos y que la propia Presidenta en Nueva York y el ministro Mena en Chile se han encargado de resaltar en tonos tajantes.
Luego vino el anuncio de levantar el secreto de los testimonios prestados ante la Comisión Valech, seguido, como era de suponerse y esperarse, de las acusaciones del PC de que la iniciativa del Presidente Lagos era parte de un pacto de silencio. El resultado es la pérdida de cercanía con el Laguismo, una vertiente de la centroizquierda en la que la Presidencia ha sustentado parte de su apoyo parlamentario y popular.
A ello ha sumado el retiro de la calificación de terrorista a la quema de un templo habitado, lo que implicó el alejamiento, no sabemos si temporal o definitivo, de Aleuy, un actor clave en generar confianza en la mantención del orden público y la seguridad ciudadana, una de las preocupaciones fundamentales de la población. Otro colaborador leal que, aunque se quede, se aleja del centro del poder.
La explicación puede encontrarse en la entrevista que la Presidenta concedió a La Tercera el domingo pasado, en la que releva la importancia que asigna a lo que ha dado en llamarse su legado; el que explica como un cambio refundacional en la cultura de los chilenos, provocada a partir de políticas que ella misma denomina como contraculturales, descalificando las aprehensiones y críticas que tales medidas generan como fruto del temor. Refiriéndose específicamente al rechazo a sus políticas en educación, la Presidenta responde: "Yo me daba cuenta que era contracultural, que alguna gente se sentía amenazada...". Si este rechazo es mayoritario, como indican las encuestas, resulta paradojal el intento de ser contracultural para un gobierno que se ha definido como ciudadano, a menos que la noción de lo ciudadano se reserve solo a un grupo de la población.
Una de las cosas más importantes que los chilenos aprendimos después de los traumáticos 70 es que los cambios profundos en democracia requieren de un apoyo político mayoritario, sólido y estable. La audacia puede ser una virtud en política, a condición de que la base partidaria de las políticas no se erosione, debilite o divida. La Presidenta ha sido particularmente audaz en sus últimos meses, pero el costo que ha pagado en la fragmentación de sus bases -las varias candidaturas de quienes la apoyaron son la mejor muestra de ello- arriesgan el legado. Desde luego ya se desvanece la Nueva Mayoría para defenderlas. Veremos qué es lo que se forma en su reemplazo, si uno o varios frentes de centroizquierda y la fuerza relativa de cada uno.
Los legados suelen dilapidarse cuando los herederos están desunidos. Echarle para adelante, aunque algunos caigan por la borda, implica pagar un precio no menor para la permanencia de las políticas refundacionales, algunas de las cuales quedarán a medio aprobarse. Ese es el costo que la Presidenta ha decidido asumir, convencida en que sus políticas lograrán un cambio cultural que será incontrarrestable, aunque los centros de poder vuelvan a la derecha. Toda una audaz apuesta.