Así como en el arte cibaria no es oro todo lo que reluce, así también se encuentra uno, de repente, con verdaderas gemas, con auténticas perlas escondidas.
Y nos hemos topado con una de ellas en la panadería Tomás Moro, en la rotonda Atenas (Colón con Tomás Moro). El lugar es conocido por sus empanadas, que convocan a innumerables feligreses todos los domingos a hacer cola pacientemente. Sus esperas son recompensadas, se nos dice. Del mismo modo, la gran variedad de panes que ahí se produce y, sobre todo, su calidad, ha sido reconocida desde hace largos años: contemplándolos se reconcilia uno con la creatividad nacional que, aunque no alcanza a elevarse hasta las cotas casi inverosímiles de Francia y Alemania en estas materias, son sorprendentes y nos muestran que nuestro genio no se limita a solo esas dos obras maestras, la marraqueta y la hallulla. Y, para coronarlo todo, es panadería de barrio: está llena de vecinos que pagan con monedas sus pancitos en la mañana y en la tarde, para tenerlo siempre fresco.
El caso es que se puede encontrar aquí una pastelería al antiguo estilo chileno (pasteles-pasteles, no "dulces chilenos") y una variedad sorprendente de viennoiseries que forman parte de la memoria colectiva chilena desde hace muchísimo tiempo: no recordamos berlines tan perfectos, de fritura tan bien hecha, sequita, rellenos con sublime crema pastelera; y los "conejos" de masa esponjosa rellenos con la misma crema (donde quiera que ella está aquí, obra maravillas: es la crema pastelera más perfecta que se pueda imaginar, más según el gusto y la memoria chilenos). Y la lista de eso que allende Los Andes llaman "facturas" es larga, gracias al cielo: hojaldres con glacé, palmeras (quizá lo único que no roza aquí el empíreo), pan dulce con y sin relleno de manjar blanco o de mermelada, alfajores tipo argentino, berlincitos untados por un lado con chocolate. En fin: es verdaderamente "embolismante", como dice el huaso.
Y volviendo a lo de los pasteles, hay que reconocer que, siguiendo el modelo que hoy se impone, estos son casi todos trozos de torta, cortados de tamaño individual. El pastel de selva negra es buenísimo, y también lo es el de trufa. Uno que comimos de milhojas con crema pastelera y manjar, cubierto con chocolate, nos pareció perfecto, no obstante que somos particularmente exigentes con este viejo pastel chileno (o chilenizado desde hace muchísimas décadas). El de bizcochuelo, piña y crema es también excelente.
El servicio es autoservicio, por lo que recomendamos proveerse pinzas y de una bandeja grande porque le aseguramos que la tentación solo termina aquí cediendo a ella, como decía aquel simpático bribón de Oscar Wilde, quizá más ingenioso que lo que le hubiera convenido. Y los precios de estas pequeñas obras maestras son, como dicen ahora, sumamente "amigables", aparte de que casi todas ellas tienen versiones en grande y en pequeño.
IV Centenario 1072, Las Condes, 2 2220 8079.