Con todo lo extraño que tiene la figura de ministros votando a título individual, en condiciones que son funcionarios de confianza de una misma cabeza, y con todas la desprolijidades comunicacionales que puedan haber cometido las autoridades del área económica después de la decisión de Dominga, la Presidenta pudo haber hecho mucho más para evitar la crisis y el cambio de gabinete. Prefirió, en cambio, dejar -con claras y explícitas declaraciones- en una posición imposible a su ministro de Hacienda, hasta hacer indigna su permanencia y llevar a su renuncia. "Yo no concibo un desarrollo a espaldas de las personas y donde solo importan los números y no el cómo lo están pasando las familias en sus casas", fueron sus últimas y lapidarias palabras de despedida.
Aunque los ministros que entran son experimentados y demorarán poco en subirse al caballo, los costos, al menos políticos, de este episodio para una coalición ya fraccionada no serán menores.
El ministro Valdés aseguró irse por no haber podido convencer a todos de que "avanzar sostenidamente a mayores niveles de crecimiento requiere disciplina y convicción del Gobierno y abrir espacios para que el sector privado pueda desplegar su iniciativa con reglas claras y estables". El nuevo ministro Eyzaguirre, junto con alabar la gestión de su antecesor, aseguró que llevará adelante una política fiscal austera y se preocupará de impulsar el "crecimiento económico" como una prioridad.
La coincidencia entre ambas declaraciones hace incomprensible el cambio como producto del puro efecto Dominga y parece reflejar diversas concepciones acerca del crecimiento económico y sobre la importancia que cabe asignarle a este cuando se tensiona con otros bienes. No obstante, las diferencias entre ambas conducciones económicas apenas lograrán apreciarse en el poco tiempo que resta al Gobierno, cuya agenda legislativa ya se encuentra definida, aunque aún resta nada menos que el proyecto de reforma de una nueva Constitución.
El hecho político es más trascendente, y pareciera reflejar que este gobierno, autodefinido como refundacional, se resiste tenazmente a entrar en la etapa del pato cojo. Toma decisiones como si le quedara largo tiempo y ha encontrado aceptación en una agenda valórica, la que le fue esquiva en sus menos populares afanes de sustituir el modelo.
El problema de la estrategia de un gobierno que intenta volar con intenso aleteo en medio de turbulencias es que tensiona la coalición que lo apoyó, al punto que ya van dos, sino tres, candidaturas a la primera vuelta de entre quienes le apoyaron en sus inicios. La falta de cuidado de la unidad tiene costos, y si bien al Gobierno le queda mucho aire para dejar instalados temas en la agenda y poner tópicos obligados a las campañas, ciertamente arriesga que sus proyectos no lleguen a aprobarse o a tener la continuidad en una implementación congruente. A menos que se sostenga que después de mí, el diluvio, es un requisito indispensable de responsabilidad política medir las tensiones que la vorágine provoca en la coalición gobernante.
La Presidenta se lamentó que la política se haya transformado en proyectos más individuales que colectivos. Más allá de la razón que puedan llevar sus palabras como descripción sociológica, lo cierto es que el cuidado de una coalición gobernante recae principalmente en la Presidencia y eso requiere especial atención y acogida a todas las sensibilidades y preferencias de quienes la conforman.
Un gobierno de 4 años es muy breve. La única manera de enfrentar los problemas más serios que el país tiene es asegurando una coalición sólida y estable. Ello requiere de especial cuidado presidencial. Fue una de las virtudes de la Concertación. De lo contrario, se puede hacer mucho ruido, pero producir pocas nueces.