Hay cosas cuyo aprendizaje sistemático se asume como una necesidad evidente: hay que aprender a realizar un trasplante de hígado, a calcular la carga de hormigón de un edificio. A nadie se le ocurriría preguntar "¿Se puede, realmente, enseñar aeronavegación comercial?". Sin embargo, la pregunta "¿Se puede, realmente, enseñar a escribir?" es una pregunta que se le ocurre a cualquiera. Quienes la hacen se refieren, claro, a escribir bien. Yo solo podría decir lo obvio: que no se puede transformar a nadie que no lo sea en un
crack pero que, así como muchos
cracks, no llegan nunca a desarrollar su potencial por estar convencidos de que el talento les basta y que palabras como esfuerzo y trabajo no son asuntos de su competencia, algunas cosas sí pueden hacerse: ayudar a identificar fortalezas y debilidades, hacer conscientes procesos que suelen realizarse de manera intuitiva, alentar en la búsqueda de un tono. Más que señalar taxativamente cuál es el camino, sugerir cuáles podrían no serlo, dejando en claro que cada uno debe encontrar su método y sus maneras. En eso está implícito que quien recibe lo que llamamos "enseñanza" no debería esperar pasivamente una iluminación epifánica, sino tener la actitud combativa de quien está dispuesto a pasarlo todo por su tamiz y, después, luchar con, contra, en y entre las palabras usando el famoso método de prueba y error hasta encontrar la voz propia. No hay garantía de que salga bien, pero la única garantía de que saldrá mal es no intentarlo.
A veces doy talleres de periodismo. No sé si aplicaría a lo que hago la palabra "enseñar". Cuando todo sale como debe salir me queda, más bien, la sensación de haber compartido un tiempo con un grupo de pares tratando, entre todos, de hacerlo mejor. Claro que me incomodan, me irritan y me aburren los grupos de talleristas impávidos, indiferentes, poco participativos o perezosos, pero quizá porque he tenido más buenas que malas experiencias cada vez que llego a uno de esos encuentros me pregunto lo mismo: "¿Quién, de todos ustedes, será el que va a deslumbrarme?". Casi siempre hay uno. Sin embargo, y a pesar de lo dicho, hay algo que me preocupa: el síndrome de la receta. Consiste en lo siguiente: uno se pasa, en esos ámbitos, días y días hablando de procedimientos narrativos, nexos, transiciones, estructuras, cronología, recursos para encarar el trabajo de campo, establecer una mirada, entrevistar. Y no siempre, pero sí a veces, alguien pregunta: "¿Pero cómo se hace para...?". El final de la frase varía: "Para describir, para no caer en lugares comunes, para editarse a uno mismo, para encontrar un buen final". Y yo, cada vez, siento que me están pidiendo la receta de un panqueque: mezcle dos adjetivos, tres metáforas, agite, deje reposar y listo. El pensamiento mágico llevado a la escritura: apriete el botón y obtenga lo que quiere sin esfuerzos aparatosos.
Como tantos, me hice periodista en redacciones. Una vez estaba trabajando en un artículo sobre pastores evangélicos pentecostales. Fue en los primeros noventa, y un gran editor me recomendó que viera una película llamada
Milagro de fe, en la que Steve Martin interpreta a un pastor charlatán que termina siendo vehículo de un milagro verdadero. La película, de 1992, es paródica, sarcástica, rabiosa y emocionante. La vi, y en ningún momento se me ocurrió preguntarle a mi editor qué hacer con eso o por qué me había recomendado ver una película sobre un pastor evangélico falso que hacía milagros verdaderos para escribir una nota sobre pastores evangélicos verdaderos que hacían milagros falsos. Entendí el mensaje. Y el mensaje decía: "Cuidado, joven periodista, no es bueno tener tan claro que los pastores evangélicos sean todos tránsfugas; el tema de la fe merece una mirada compleja; no solo hay que pensar en los pastores, sino en los fieles que confían en ellos", etcétera. Saber qué hacer con eso -con ese mensaje, con esa idea- formaba parte de mi trabajo: era yo la que tenía que sudar. Mi editor ya había hecho lo que tenía que hacer: me había dado las herramientas para que sudara por mi cuenta. Alguien puede asistir a veinte talleres de escritura, pero nada pasará si no está dispuesto a someterse -por su cuenta- a la búsqueda fatigosa de la frase adecuada, la palabra precisa, el comienzo perfecto. Por eso, cuando en los talleres aparecen demasiadas preguntas que empiezan por "¿Cómo se hace para...?", me preocupo. Porque alguien con una vocación tan egocéntrica, egoísta, omnipotente, maníaca y narcisista como la escritura no debería estar coleccionando reglas ajenas para someterse a ellas -para ampararse en ellas- sino sudando sangre hasta encontrar las propias.