A juzgar por las encuestas, el Frente Amplio (FA) es una fuerza de rápido crecimiento. Su adhesión puede ser más empática que ideológica y no traducirse en votos, como ya les ocurrió en su primaria. Pero esa no es una razón para menospreciar su fuerza, ni resta mérito a la habilidad política que han desplegado para alcanzarla y para marcar la agenda.
Su discurso, más moral que político, es el de voceros críticos del modelo, especialmente cuando este destapa algún escándalo privado por falta de fiscalización estatal y de guaripolas del descrédito de la política tradicional. En cambio, miran con desdén diseñar y costear políticas que se muestren aptas para lograr los fines que vocean. Al darle menos espacio a proponer nuevos rumbos a la actividad gubernativa, mantienen una cohesión que descansa en la crítica. He ahí su fortaleza de corto plazo y su debilidad en el mediano, pues para ser alternativa de gobierno se requiere proponer programas convincentes para cambiar la realidad que se critica.
Entre las pocas propuestas más elaboradas que reúnen al FA está la noción de que la educación, la salud y la previsión deben ser tratadas como derechos sociales y no como bienes de consumo. La afirmación suena potente, aunque en los debates por venir sus partidarios debieran aclarar varias interrogantes que la consigna no termina de responder y que probablemente esconde diferencias entre sus partidarios.
Si de lo que se trata es afirmar que en esas tres áreas debe haber mayor solidaridad, la afirmación puede aglutinar a muchos y permitir acuerdos con las fuerzas de centro izquierda.
Pero la consigna de los derechos versus los bienes de consumo también puede significar que la salud, la educación y la seguridad social solo deben ser provistas por el Estado. Si ese es su significado, las posibilidades de acuerdo serán menores y sus partidarios deberán explicar por qué un grupo que se define ciudadano se hace estatista y desconfía así de la sociedad civil. Pocos discutirán que el Estado debe ser un oferente más y un estricto regulador de estos servicios, pero otra cosa es renunciar a toda libertad de la sociedad civil en producir estos bienes sociales. Los abusos cometidos en el sector privado no hacen desaparecer los escándalos e ineficiencias del sector público, y no justifican eliminar la capacidad de innovación y progreso que muestra la sociedad civil, particularmente en educación.
Algunos partidarios de la provisión estatal dirán que esa es la fórmula que asegura el goce igualitario del derecho, al margen de la capacidad de pago del beneficiario. Esta respuesta requiere explicar cómo evitarán que los más pudientes puedan tomar seguros de salud o de riesgos complementarios o buscar contratos privados de educación o capacitación y requiere también justificar el gasto público en los más ricos, en desmedro de otras necesidades sociales de grupos carenciados.
Son muchas otras las interrogantes que la consigna debe responder, pero concluyo con una que me parece de las más importantes, pues puede mostrar desconfianza en la democracia institucional en la que han decidido involucrarse, supongo que no solo con un sentido táctico, sino por convicción profunda, no obstante su reciente posición en el caso de Venezuela. Hasta aquí, la principal estrategia de sus partidarios para asegurar estos derechos sociales no consiste en borrar las referencias a ellos en la Constitución que nos rige, sino en incluirlos en la Carta Fundamental con sentido contrario. Tal estrategia debe hacerse cargo de que lo que está en la Constitución constituye un límite a la política. Constitucionalizar estos derechos es un riesgo de que terminen invalidadas las políticas públicas adoptadas por mayoría para asegurar su mayor goce. Conlleva un acto de desconfianza en las mayorías parlamentarias y un traslado de la última palabra a jueces no electos ni políticamente responsables. ¿Es eso lo que quieren quienes tanto confían en la capacidad de la participación ciudadana?