Habemos los fanáticos del barrio Franklin en fin de semana. Es que hay tanta lesera inútil que se vuelve magnífica cuando se encuentra con quien la aprecie. Un autito Matchbox, una revista Cabrochico, una figurita de "porcelana" kitsch o unas gomas de borrar con forma de sushi. Y decenas de parkas North Face truchas, pero en fin. Es nuestro mercado persa, donde se puede vagar libremente (con la billetera bien agarrada, eso sí, y con auto estacionado en un lugar seguro), donde además hay harta comida del lugar, como lo son esos llenadores sánguches de pulpa de chancho en marraqueta que hay que comerlos con tecito no más. Y, hace pocas semanas, hay un nuevo lugar para almorzar: El francés del barrio.
Primero que nada, ojo que este lugar recién comienza. Por lo mismo, hace poco se llamaba El franchute del barrio (un mejor nombre, ¿por qué cambiarlo?) y sus menús (atienden sólo el fin de semana) eran antes a $8.000 y ahora son a $10.000. ¿Alguna razón para alegar? La más mínima, porque los vale. Y si quiere saber con qué se encontrará el sábado o domingo, búsquelos en Facebook.
En fin. Los dueños están allí y quienes atienden son jóvenes al pie del cañón, lo que hace más grata la experiencia, aunque igual hay que tener un cacho de paciencia. Y si escoge una mesa afuera, el piso no está muy cristiano, para que sepa. Pero las incomodidades se olvidan al comer, la verdad.
De las entradas probadas, unas rodajas de lengua blanda y tibia con salsa ravigote, una vinagreta complejizada que -se dice- despierta el apetito. Y así es. Otra entrada fue un esponjoso quenelle, una forma ovalada hecha de harina y proteína, en este caso pollo, dijo el garzón (con un toque quesoso), nadando en una salsa atomatada. Un plato delicadísimo servido sobre mesa de formalita, porque esto es una suerte de bistrot, ¿ok? Y, finalmente, uno de los platos de entrada que hará célebre al lugar: una sopa de cebolla realmente bien hecha, enjundiosa.
De los fondos, un lomito de chancho a la mostaza sobre puré de papas muy cremoso. Y con el chancho muy blandito. También un finísimo -fue esta una experiencia algo esdrújula- risotto de coliflor, al dente y sin pasarse en el queso. Y otro plato que hará célebre al lugar: un coq au vin de a de veras, con el tutito magro y acompañado en esta ocasión de un gratín de canutones. De los postres, una tarta tatin algo desarmada, lo que no ocurrió con una tarta de pera alucinante.
El menú viene con agua alimonada. Y la experiencia total, con mucho cariño y dedicación. Se recomienda llegar temprano, porque el cariño se agota, dicen.
Bio Bio 690 (entre Víctor Manuel y San Isidro, Persa Biobío). 9 56595320.