Gran mérito de la cocina española es su carácter familiar. En España suelen irse de un extremo al otro: mientras perdura la imperecedera cocina de los fogones (como lo ha testimoniado Santi Santamaría), estallan fuegos artificiales adrianescos, tan fútiles como efímeros (Madre Natura equilibra, sabiamente, una cosa con otra). Como le decía, Madame, la española es familiar. Pero no solo por lo que está en el plato, sino por todo lo que la rodea: el ambiente, el trato.
En Balbona el trato es más bien indiferente. El "patrón" no sale a comentar con los comensales, salvo con los muy amigos (ese día había ahí unos muy amigos, al parecer, porque salió con una tamaña trufa a mostrársela y luego a poner ingentes cantidades de ella sobre unos huevos...). No es que queramos obsequiosidad y empalago. Pero, en fin: falta ese "plus" que hace de un plato un gran plato no por la técnica culinaria, sino por la calidez que lo rodea y que hace perdonar defectos.
Méritos, los hay. Un pulpo a la parrilla ($9.800) llegó a la mesa perfectísimo, puesto sobre una base de puré de papas tan líquido que parecía una cremita. Muy buena idea. Bienvenida innovación esto de una cremita neutra, como la de papas, para el pulpo grillado, que ya ofrecen en Santiago hasta en las bibliotecas, sin otra novedad que la mayonesa de aceitunas.
Habíamos confeccionado el resto de nuestra orden luego de estudiar el menú, que nos fue presentado en unas hojas sucias, llenas de salpicaduras de comida y aun de restos de ella (¿será muy oneroso el gasto de cambiar y renovar las páginas sucias?). Pero nos anunciaron que ese día había fabada, por lo que cancelamos todo y de fabada nos fuimos ($10.900), plato que llegó en una sopera que alcanzaba, fácilmente, para dos. Y harto bien sazonada que estaba, con su tocino y su chorizo y su morcilla. Pero, ay, no todas las fabes estaban igualmente blandas; la gracia suprema de las fabes asturianas es su delicuescente blandura, que sólo logran debido a las constantes lluvias que caen sobre aquel principado.
La tarta de Santiago ($4.000) con que decidimos coronar la fabada llegó en un trozo muy grande, acompañado de un pésimo helado de manjar blanco: obviamente el manjar con que se hizo se había quemado; el dejo amargo era inocultable. Además, el "gramaje", como le llaman en España al grado de finura de la molienda de almendras, era demasiado grueso: esta tarta debe permitir reconocer bien la almendra; pero no es agradable estar mascando almendra gruesa largo rato, como suele pasar con el coco rallado (¿se ha fijado Ud., Madame, cuánto cuesta tragarse finalmente una cocada?). El tocinillo de cielo ($3.500), en cambio, nos pareció bien logrado, con su escolta de frutos rojos.
Resumen: falta cuidado en algunos platos y calidez en la atención.
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