Como diría una terapeuta, la "lata" no es un sentimiento. Y lo que se esconde tras este término son, en verdad, la rabia y la pena. En lo que respecta al restaurante La calma, tras un sabrosísimo almuerzo, la rabia es por la lentitud de la experiencia. Y la pena es por los clientes que pueden llegar a perderse de una cocina alucinante. O sea, una lata.
Con una carta breve y cambiante, según lo que ofrece la mar, este local de Nueva Costanera centra su oferta en mariscos y pescados tratados con respeto y pasión. Algo que se agradece, en un mercado gastronómico donde reinan la reineta y el camarón congelado que ni siquiera es chileno. Entonces, ya es un lugar necesario.
Luego, partiendo por el aplauso, un crudo de atún maravilloso ($9.500), cortado chiquito, con una ligera capa de cebolla y cilantro, con pepinillos también, y un chorro de aceite de oliva. Una de aquellas preparaciones que parecen simples, pero que al intentar copiarlas sencillamente no se puede. Después de comer tanto atún inmolado en medio de granos de mostaza y demasiada palta, fue un reencuentro con el mero sabor.
A la par, una sopa que califica como el grial en su categoría: de almejas y papas ($6.500). No se trata de la gringa clam showder, con papitas en cubo y puro gusto a lácteo. No. En este caso es una crema con un marcado sabor y aroma del marisco y una textura parecida al locro ecuatoriano, servida con una cucharadita de cebiche de blandas almejas. De esos platos que, como los buenos libros, uno consume lentamente.
Luego, una vieja (el pescado, $11.500) a la plancha, una golosina y un déjà vu del desaparecido Infante 51, ese local donde se promocionaba la no intervención de la materia prima. Y al lado un pote de puré de papas ($2.000) con cebolla confitada encima, como hecho por una mamá de lujo. A la par, un caldillo de pescado y lapas, muchas y blandas ($9.500), nuevamente con un acento marino fuerte, de esos que no dejan duda alguna y que no transan. En este caso se le agregó un chorrito de jugo de limón (sorry, chef), lo que la dejó más livianita.
Cuando la comida es tan rica, hay que probar postre sin duda. Y no hubo error en hacerlo: un helado de yogur ($4.000), cremoso y con unos justos granos de granada y un chorro de mermelada de ciruela.
O sea, una comida de lujo. Pero ahora viene lo malo: unos pancitos llegaron a la mesa recién a los 25 minutos y la experiencia en total duró casi dos horas, siendo testigos -además- de una mesa de seis comensales que prefirieron irse antes de esperar -aún más- los platos de fondo.
Ya advertido, si usted califica como monje zen gourmet, vaya no más.
Y hacer un chiste con el nombre del local sería demasiado fácil.
Nueva Costanera 3832, local 2.
2 26674416.