Resumen: desde el 22 de mayo hasta ahora he estado en seis países, he subido a 10 aviones, he escuchado decenas de veces la música relajante con que las aerolíneas intentan enviar mensajes subliminales a sus pasajeros ("es normal que una mole repleta de gente, inodoros, agua, combustible y valijas flote a 10 mil metros del suelo"), he obedecido con displicencia a la indicación de abrocharse los cinturones, poner la butaca en posición vertical y guardar la mesa de apoyo. He visto videos de seguridad en los que se indicaba qué hacer en caso de emergencia protagonizados por figuras humanas animadas, con un aspecto tan calmo e indiferente que resultaban aterradoras. Viajé en la misma cabina que un bull dog francés (quizá era un pug: los confundo), y no sé si su mutismo se debía a la buena educación o al exceso de drogas. Me pregunté por las várices, el aire de superioridad y el
jet lag de las azafatas, y me entregué a la contemplación admirada de dos de ellas, negras, panameñas, que parecían hijas de Dios, una rapada a cero con un cráneo de perfección colosal. Vi en pantallas plegables películas muy malas sobre las que había leído reseñas estupendas. Contemplé el Amazonas y me impresionó, como siempre, la prolijidad que adquiere desde el cielo esa masa de aguas crueles y árboles y bestias venenosas, y pensé en escribir una columna acerca de la necesaria cercanía con su "objeto de estudio" que debe ejercer un periodista, pero después me pareció obvio y aburrido y decidí no escribir nada. En un cóctel, en un hotel de Managua, charlamos con una escritora española acerca del vacío existencial que producen las ciudades hermosas y desconocidas cuando se las visita en solitario, y fue una conversación estupenda, sin las histerias epifánicas del tipo "¡A mí me pasa igual!" (evitar la euforia imbécil que produce la identificación con la historia del otro siempre me parece síntoma de delicadeza e inteligencia). Me presentaron al poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, héroe de mi adolescencia, y le dije un montón de estupideces atolondradas, culpa de mi variante más patética: la de ser fiel a una parte de mí que ya no soy. Estuve brevemente con amigos queridos, ejerciendo esa forma de la amistad que he aceptado como la única posible: la amistad intermitente. Bebí agua embotellada de la marca Fuente Pura, de la marca Aqua, de la marca Manantial, de la marca Güitig. Le firmé un libro gordísimo a Erick, un hombre que lo había arrastrado desde Misuri para que se lo firmara (¡Misuri!). En Quito entré a un local llamado Oki Doki, una suerte de Big John multirrubro. Le pedí ayuda a una de las chicas que atendían para encontrar agua con gas y me respondió "Aquí, veci" con voz aflautada, como si hubiera aspirado helio. La chica que cobraba tenía la misma voz, y todavía no sé si ese registro altísimo es una moda, una coincidencia, o si me estaban tomando el pelo. En Bogotá compré un calentador eléctrico sumergible en agua, apto para 110 voltios, y el mejor mango dulce de mi vida. Escuché a un comisario de a bordo pedir que regresáramos a nuestros asientos y nos ajustáramos los cinturones porque estábamos a punto de atravesar "un área de turbulencia de aire claro", expresión que me pareció poética hasta que vi que el hombre que viajaba al otro lado del pasillo se aferraba a los apoyabrazos como si estuviera a punto de ser atacado por la muerte invisible (que es, supongo, lo que alguien que tiene pánico a los aviones escucha cuando le dicen "turbulencia de aire claro"). Escuché la frase "armar toboganes, chequeo cruzado y reportar" decenas de veces, siempre con regocijo, porque eso significa que el avión está a punto de partir y también "Llegaré a tiempo a destino", o "No perderé la conexión", o "Vuelvo a casa". En Bogotá, desde la ventana de mi hotel, se veía una clínica odontológica que se anunciaba como centro de diseño de la sonrisa. En Managua, desde la ventana de mi hotel, se veían plantas casi sexuales. En Quito, desde la ventana de mi hotel, se veía un colegio. El sábado 10 de junio, de regreso a casa, pensé que había pasado semanas en una levedad febril y extrañamente agradable, pero que no tenía nada para decir porque la escritura no puede hacer pie en ese territorio sin orillas que es el universo del web
check in, la ficha de migraciones, el desayuno buffet de seis a nueve y media. Pero apenas subí al avión empecé a escribir esto en unas hojas sueltas. Estaba en eso cuando entró un rayo de luz por la ventana y recordé lo que había pasado el domingo anterior. Yo estaba entonces en un campo del sur de la provincia de Buenos Aires, durante una breve estadía en mi propio país. Eran las ocho de la mañana. Iba en auto. A un lado y otro de la huella de tierra por la que avanzaba había muros crujientes de maíz. Hacía un frío seco, dañino. Amanecía. Miré el horizonte, el sol helado. Bajé la ventanilla y olí los alambres, la bosta, los zorrinos, el polvo que se levantaba como una efervescencia. Miré el cielo crudo y el sol que parecía una ampolla y me dije qué pena que todo esto -la vida- tenga que terminar. Pero no sentí pena, sino, extrañamente, calma.