Quizá sepan quien es James Rhodes. Yo lo conocí en enero pasado, en Medellín, durante un almuerzo. Tenía una camiseta blanca, jeans, anteojos de marco negro, el pelo entrecano alborotado y una actitud amable y receptiva, aunque casi no hablaba. Rhodes, británico de 42 años, es un exitoso pianista, un intérprete de música clásica que, durante sus conciertos se presenta en jeans y zapatillas, habla con el público, lee las partituras en un iPhone. Es también autor de
Instrumental (Blackie Books, 2015), un libro en el que cuenta cómo fue violado durante años, desde los 6, por su entrenador de boxeo en el colegio. Esas violaciones hicieron de su vida un desastre físico -operaciones en la columna, dolores permanentes- y psíquico -drogadicción, alcoholismo, hospitales psiquiátricos, cortes autoinfligidos, intentos de suicidio- hasta que la música, literalmente, le salvó la vida. Rhodes escribe sin eufemismos. Por ejemplo, no usa la palabra "abuso": "Violación es mejor: Abuso es cuando le dices a un guardia de tráfico que se vaya al infierno. No es abuso cuando un hombre de 40 años te viola y te convierte en su juguete." Cuando escribió el libro, hacía rato que se había casado, era padre de un niño, estaba divorciado y era músico, pero su exmujer intentó impedir la publicación argumentando que sería perniciosa para el hijo que tenían en común. El caso llegó al Tribunal Supremo. Rhodes dijo: "Se referían a este material como tóxico y yo me sentía culpable, como si hubiera hecho mal. No solo sufría la vergüenza por haber sido violado, sino también por ver cómo un grupo de jueces no me permitía explicarlo". La justicia falló a su favor en junio de 2015, y el libro se publicó y fue muy bien recibido por la crítica y los lectores.
Así que ahí estaba James Rhodes en Medellín, sentado a la mesa del almuerzo, sin hablar con nadie. Me presenté y, en seguida, le pregunté si había leído la estupenda novela
Tan poca vida (Lumen, 2016), de la norteamericana Hanya Yanagihara que, aunque empieza contando la historia de cuatro amigos, hace foco en uno de ellos, Jude, un huérfano violado desde chico por muchísimos hombres. Judes, como Rhodes, se hace cortes en los brazos, intenta suicidarse, está convencido de que en algún momento sus afectos cercanos descubrirán que es un monstruo y, a pesar de algunos momentos de intensa felicidad, no logra salir jamás del
loop de una devastación psíquica infernal. En su libro, Rhodes escribe: "De pequeño [...] me hicieron cosas que me llevaron a gestionar mi vida desde una posición según la cual yo, y solo yo, soy culpable de todo lo que me desprecio de mi interior. Era evidente que una persona solo podía hacerme cosas así si yo era intrínsecamenre malo a nivel celular. Y todo el conocimiento, la comprensión y la amabilidad del mundo no bastarán para cambiar, jamás, el hecho de que esa es mi verdad".
Cuando le pregunté si había leído a Yanagihara pude percibir el espanto de algunos de los comensales que, evidentemente, estaban al tanto del tema de esa novela. Rhodes escondió la cara entre las manos, y después de una sonrisa vibrante, me dijo: "Mi dios, no pude parar de llorar mientras la leía". Y empezamos a hablar. Rhodes odia sentirse tratado como lo que no es -una eterna víctima-, y es mucho más que un hombre que fue un niño violado: es un artista de talento que vive de lo que le gusta. Pero ¿cuántos hay cómo él? Algunos ni siquiera logran seguir vivos. En abril de este año el cadáver de Felipe Romero, uruguayo de 10 años, fue encontrado junto al de Fernando Sierra, un hombre de 30 que era su entrenador de fútbol. El chico tenía un tiro en la sien. Sierra se había suicidado después de matarlo. La autopsia confirmó que Felipe Romero tenía signos de "abuso sexual".
El otro día, una conocida, madre de dos chicos de 7 y 9 años, me dijo que ella les repite a sus hijos incansablemente que no deben ir con extraños porque podrían hacerles "cosas malas". Le pregunté si les explicaba en que consistían esas "cosas malas".Me dijo que no, tan espantada como los comensales de Medellín que me escucharon preguntarle a Rhodes si había leído una novela sobre un huérfano violado. Supongo que hay que tener cautela al tratar estos asuntos con los niños, pero sospecho que hablándoles de "cosas malas" no se logra mucho más que aterrarlos en torno a ideas imprecisas, y no suena a herramienta eficaz alentarlos a defenderse de algo que no saben qué es (más allá de que la responsabilidad de "defenderse" de algo así no puede endilgárseles a ellos). Pero, además, la palabra "extraños" no forma parte del paisaje. O no necesariamente, América Latina parece lista para una tormenta perfecta, propiciada por el desconocimiento. Por un lado, la educación sexual es catastrófica: se aplica en pocos países, la cuestionan quienes deberían alentarla (los padres) y, cuando existe, evita cualquier referencia al placer y se centra en cómo evitar enfermedades. Por el otro, casi no hay campañas estatales fuertes y sostenidas sobre violación o abuso de niños. Las únicas, siempre un poco espasmódicas, parecen estar en manos de ONG mientras los medios, cada vez que apareces un caso como el de Felipe Romero, insisten en que los adultos debemos estar atentos a los síntomas y escuchar a los niños. Lo cual es un problema. Porque los niños suelen estar tan aterrados por sus agresores que no hablan y porque, según Unicef, en la mitad de los casos esos agresores "viven con las víctimas, en tres cuartas partes son familiares directos". Lo que significa que la mayoría de las veces el adulto que tiene que estar "atento a los síntomas" no solo es un extraño, sino que es el mismo que viola o acosa, o toquetea. Supongo que hablar de esto es difícil, porque implica poner en el tapete el máximo tabú de Occidente: el sexo de los niños (basta con ver el ejemplo de Rhodes, su exesposa adulta intentando impedir que su exmarido adulto cuente la atrocidad que le ocurrió en la infancia). Yo no sé que se puede hacer. Solo sé que no hablar del tema -y estar atentos a los síntomas- no parece dar resultado. La violación de chicos produce muertos. Y muertos vivos: gente como Jude. Que, con suerte, se transforma en alguien como James Rhodes. Pero no todos tienen esa fortaleza.