La rabia puede impulsarnos a cambiar las cosas que nos indignan o avergüenzan. El afán de transparencia nos ha permitido conocer hechos que han generado rabia. Entre ellos, el modo en que se relacionaron el dinero y la política.

Es sano el rechazo que la verdad escondida bajo las alfombras ha suscitado. La desconfianza, de la que tanto se lamentan algunos, es el motor de partida del Estado de Derecho. Es porque desconfiamos de que la Constitución y las leyes políticas no dejen librado el poder a su aire. Si lo organizan, limitan, distribuyen, dividen, controlan y lo obligan a transparentar y rendir cuenta de sus actos, es porque asumen que, sin esos frenos y contrapesos, los humanos normales que detentan poder, cualquiera sea su color político, tienden al abuso y a la corrupción. Bienvenidas entonces las correcciones incorporadas en la agenda de transparencia, la mejor de las obras de este gobierno.

El incómodo viaje a lo más oscuro de sus historias al que ha sido arrastrada casi toda fuerza política puede fortalecer nuestra democracia. Puede, siempre que se eviten varios errores en los que estamos incurriendo, los que podrían mantener por más tiempo del necesario a mal traer a esa otra actividad política que genera fuerza con la esperanza y no con la rabia; esa política que soluciona problemas en vez de crearlos.

El primer error es el de no afinar la puntería: El problema de Piñera, por ejemplo, no consiste en que tenga fortuna, sino en saber si ha habido casos de conflicto de interés: hasta ahora ninguno de los que se han mencionado aparece razonablemente acreditado; asegurarse de que su declaración de intereses y la forma de fideicomiso que adopte no los permitan a futuro y que nos explique de una vez por qué domicilió sociedades en paraísos fiscales. La crítica que se dirija al Partido Socialista, por su parte, es infundada si se la hace consistir en que haya salido a invertir su patrimonio en el mercado financiero; pues aunque sean socialistas requirieron de recursos para desplegar su actividad, y el cuidado que hizo de su patrimonio aminoró en ese partido el riesgo de deberles favores a los grupos empresariales o emitirles boletas. Lo que hay que terminar de saber, en cambio, es si alguna decisión de un socialista en posición de poder procuró favorecer a esas sociedades para aumentar el patrimonio del partido. Tampoco aparecen antecedentes para una acusación así, la que sí merecería un grave reproche. Por su parte, lo que el Partido Comunista deberá explicarnos es si de verdad dejó de tener intereses patrimoniales en las propiedades que vendió o si lo que estas renten seguirá siendo decisivo para que el comprador de ellas pueda hacer los pagos que ha comprometido, pues si ello es así, los potenciales conflictos de interés que la exigencia legal de no tener propiedades de renta solo se habría logrado en apariencia y ese partido habría incumplido con el fin de probidad que la norma persigue.

En nada ayuda a afinar la puntería la repartija de capoteras antes de adentrarse en cada caso. Menos sirve tratar de justificar el acto propio comparándolo con el cometido por el otro.

Un segundo error es excusarse en la falta de sanción penal y ampararse en la presunción de inocencia. El capital político se pierde antes que la sanción penal y también por motivos diversos.

Un tercer error es suponer que se gana credibilidad rasgando vestiduras en tonos morales. Los políticos que lo hacen incurren en pantomimas de autoensalzamiento. De esos es de quienes más hay que cuidarse.

La transparencia es el medio; el fin, la probidad. Para alcanzarla, ese primer medio debe complementarse con la precisión de los reproches, con la sofisticación del juzgamiento público. No se trata de conducir procesos judiciales antes de emitir juicios políticos, pero sí de evitar entrar disparando a los salones para preguntar después por los muertos, pues entonces las campanas doblarán por la democracia. No se trata de ser benevolente, sino de usar las armas con puntería.