Todos en un momento de nuestras vidas hemos hecho este ejercicio: confrontarnos con el padre que tuvimos. Revisar ese padre real que nos tocó como progenitor, ya sea en la acepción de un padre ausente, presente, lejano, cariñoso, autoritario; ese hombre que perdió el trabajo, que se dejó morir, que nos abandonó, que se transformó en una carga. En el psicoanálisis se habla del complejo de Electra, ese enamoramiento e idealización que sienten las hijas por el primer hombre que se instala en sus vidas y despierta la rivalidad hacia la madre. En la obra "El padre", del dramaturgo francés Florian Zeller, en cartelera en Teatro UC, se erige una historia de una hija con su padre que sufre Alzheimer. Ya no hay enamoramiento, pero sí un vínculo de afecto y responsabilidad. Creo que muchos de los que estamos en el público pensamos en nuestro padre a medida que se inicia la función. Me siento al lado de un matrimonio de mediana edad, por lo que imagino que los tres nos tenemos padre o está muy mayor.
El texto aborda la vejez cuando se pasa a depender de otros y el dilema de la hija entre el tiempo destinado a los cuidados del padre y a cuidar sus proyectos personales. Ahí está probando cuidadoras, que siempre renuncian; trayéndolo por períodos a su casa, investigando sobre hogares de ancianos. Lo interesante de esta pieza es que la perspectiva dominante es la mente alterada del padre que confunde las coordenadas espacio-temporales. Por primera vez, Andrés (Héctor Noguera), este octogenario ex ingeniero y ahora supuesto bailarín, depende de los otros, y esa dependencia también se transforma en ira y en resistencia porque, en parte, es consciente de su deterioro. "Es como si estuviera perdiendo todas las hojas", dice, y en el público se produce una conmoción. Por su parte, a la hija (Amparo Noguera) le complica tanto la existencia, a ella y a su poco empático marido (Rodrigo Soto), que lo tratan como a un estorbo. Quizás ambos personajes jóvenes, la hija y el yerno, muestran un estrecho arco de emociones en una situación compleja, en la que el padre es más hijo que padre. No es fácil, están los dilemas entre la lealtad a quien nos crió y emprender el vuelo en la vida propia. Dilema que es cada vez más frecuente en sociedades con mayor población de la tercera y cuarta edad.
En una interpretación magistral, Héctor Noguera despliega en el escenario una mente perturbada en la que tiene dos hijas, dos tiempos y un delirio persecutorio, con atisbos de lucidez, con fantasías de robo, con humor e ironía. El mismo Noguera interpretó a "Rey Lear", de William Shakespeare, hace unos años, y hay algo de los gestos de aquel anciano déspota que identifico en este octogenario en pijama que coquetea con las enfermeras. Es curioso, el Alzheimer ha dado interesante textos literarios, como "Desarticulaciones", de la autora argentina Silvia Molloy, o "Navegando en la oscuridad", de Iris Murdoch, o las películas "El hijo de la novia", "Lejos de ella", "Siempre Alice". El Alzheimer apunta a algo esencial: a medida que perdemos memoria y lenguaje también nos perdemos a nosotros mismos. Todos quienes hemos estado cerca de una persona que sufre una alteración mental grave, este mal o demencia, constatamos que en un punto comienza a ser un extraño. Y, claro, es un proceso paulatino, en el que se comienzan a perder las palabras para expresarse, a cometer errores llamativos, al olvido de rutinas básicas.
Lo interesante es que en este montaje el espectador puede sentir la misma confusión que experimenta Andrés, el protagonista, ante escenas que se repiten, identidades que se duplican o se desintegran. Y, como él, cuestionarse qué es lo que en verdad está sucediendo: ¿mi hija se va al sur porque inicia una nueva vida? ¿Mi otra hija alegre y movediza ha regresado a cuidarme? La demencia tiene algo circular, es adicta a las repeticiones, a las obsesiones. Una y otra vez Andrés pregunta quién le robó su reloj, su ancla en el mundo. De todos modos, acá valdría la pena mencionar que tanto el texto como la puesta en escena pudieron haber jugado con escenarios menos convencionales, pues la mayoría toman lugar en apartamentos. Imágenes sicodélicas, poéticas, surrealistas o en la intemperie hubiesen enriquecido las posibilidades de este universo. En ese sentido, los personajes que representan la confusión o la fantasía, Ricardo Fernández y Paloma Moreno, son un aporte. También el diseño escenográfico de Cristián Mayorga, de excelente factura, pudo haber contribuido a crear atmósfera más en la línea del misterio de la mente, como, por ejemplo, son las pinturas de Yayoi Kusama. Pero lo que sin duda logra la dirección de Marcelo Alonso es el ritmo dinámico de las múltiples realidades con cambios de escenografía y vestuario asombrosos que contribuyen a la intensidad emocional, que se acrecienta cuando sabemos que en el escenario se enfrentan padre e hija en la vida real.
Esta obra ha circulado por varios escenarios internacionales, ha sido protagonizada por grandísimos actores, como el argentino Héctor Alterio; es un éxito que recorre el mundo cuyos derechos adquiere la productora The Cow Company, que ha traído interesantes espectáculos desarrollados con elenco local ("Sunset limited", "Rojo", "Un dios salvaje", y otros más prescindibles como "Le prenom" y "Pulmones"). Lo que demuestra que lo masivo también puede ser complejo y de buena calidad.
Hacia el final de la obra hay una escena de retorno al origen, la escena del anhelo de ir hacia la madre. Justo después resuena la frase de la encantadora enfermera (Carolina Arredondo), como una puerta hacia el exterior y simbólica: "Salgamos. Este tiempo tan precioso no dura mucho". La iluminación momentánea se difumina y, cuando prenden las luces, mi vecina de butaca llora; imagino que llora a su padre. Héctor Noguera nos ha obligado a hacer un ejercicio siempre delicado y doloroso: descomponer a nuestro propio padre.
Andrea Jeftanovic