Hay cosas que me parecen inexplicables. Algunas son muy banales como, por ejemplo, el hecho de que los diseñadores de alta costura y las personas involucradas en el mundo de la moda sean capaces de construir obras de arte con telas y lienzos, pero que a la hora de vestirse ostenten un gusto payasesco: Karl Lagerfeld con esos anillos y medallones, esos guantes sin dedos y esos anteojos oscuros que lo hacen parecer un personaje de lucha libre; Valentino, cuyo pelo nido de pájaro recuerda al peinado de una presentadora de concurso de belleza de los años 70; Grace Coddington, exdirectora creativa de Vogue Estados Unidos, con una cabellera rojo pajizo cortada a mordiscones. Hay cosas que me parecen inexplicables por cómicas -nutricionistas obesas-, por imposibles -periodistas que no leen-, por inexplicables nomás: que a tantos les haya parecido buena la última película de Martin Scorsese. Y también están las otras. Las altas cosas. La mansedumbre, la paciencia y el pudor en personas que deberían haber perdido todo eso hace rato porque el sistema les recuerda, día a día, que no valen ni el aire que respiran, pero que sin embargo lo conservan.
En mi país hay 13 millones de pobres. Poco menos que la población de Chile. No tienen trabajo o lo tienen de a ratos, no tienen comida o la tienen de a ratos. No tienen casa. Desde diciembre de 2016, por decisión del gobierno de la ciudad de Buenos Aires, los supermercados ya no pueden proveer bolsas de plástico a sus clientes. Conozco las consecuencias temibles del plástico sobre esta cáscara en la que vivimos. Pero mientras decidimos lidiar con problemas de países ricos (y mientras, de todos modos, el 90 por ciento de las cosas que venden los supermercados vienen envasadas en plástico, envueltas en plástico, cubiertas de plástico), cada tarde al container que está en la puerta de mi casa llega el mismo cartonero arrastrando el mismo carro que pesa treinta veces más que él, se sumerge en ese cubo infecto y sale chorreando basura y bacterias con un par de botellas como trofeo para venderlas, junto a todo lo demás, a cambio de unos pesos. El hecho de que el gobierno insista en llamarlo "recuperador urbano" no cambia su miseria ni sus infecciones. Toda esta elipsis para decir que ayer bajé a hacer las compras. Apenas llegué a la planta baja me di cuenta de que había olvidado mi bolsa en casa. Desde que prohibieron las bolsas de plástico, me resistí a hacer lo que hicieron muchos: comprar un changuito, un carro con ruedas y manija que sirve para cargar verduras, botella, carne, artículos de limpieza. Me resistí por razones de género -el changuito es el emblema más retrógrado de la mujer en su rol tradicional-, y por cuestiones semánticas. En el interior de la Argentina se le dice chango o changuito a alguien que está entre la infancia y la adolescencia, y aunque la palabra sirve para todas las clases sociales, se aplica sobre todo a los pobres. Arrastrar un chango que cargara por mí me parecía repulsivo. Pero ayer, cuando me di cuenta de que había olvidado la bolsa, en vez de subir cinco pisos y buscarla, decidí ser esnob y comprarme un changuito. Encontré uno en un bazar chino, a una cuadra. Me costó la misma cantidad de dinero que una familia pobre gasta en dos días. Lo pagué sin pensar y sin culpa. Fui a la verdulería, que atiende una chica boliviana. Vive en la provincia. Se levanta a las cinco, llega a su local a las ocho y se queda ahí hasta las nueve de la noche, cuando emprende el regreso a casa, que le toma hora y media. Su hijo de 6 años parece de 4, y tiene problemas de dicción crónicos porque no hay plata para mandarlo al fonoaudiólogo. El padre del chico no lo ve ni le pasa dinero. Por ahora, como hay huelga de maestros en los colegios públicos y no encuentra con quién dejarlo, lo lleva con ella a la verdulería. El chico se pasa el día dentro de un cajón, jugando con un teléfono. Ayer, cuando me vio llegar con el changuito recién comprado, la chica se puso contenta, me dijo que ahora ya no iba a tener que andar cargando bolsas, me ayudó a meter las cosas adentro y al final me susurró, como si me estuviera diciendo que tenía la ropa manchada: "Sacale el precio". Yo le había dejado la etiqueta con el precio en la manija. Era ínfima y la dejé porque me dio igual, porque la pude dejar: yo no soy pobre y, lo que en otro sería descuido o desprolijidad, en gente como yo pasa por extravagancia. Pero para ella -sin marido ni casa ni dinero- el pudor, cuidar las formas, aún era importante. Hace unas semanas estuve en Viña del Mar. Regresé a Santiago en el auto de un hombre de campo, muy humilde, que iba a Santiago y se ofreció llevarme. Entramos a la capital y, aunque le aseguré que era el camino correcto, él dudaba y en uno de los semáforos se detuvo junto a un taxi, bajó el vidrio, saludó al taxista y preguntó: "Señor, estoy buscando la calle Ricardo Lyon". El taxista le respondió con un desprecio de serpiente: "Sígala buscando". Y arrancó. Yo hubiera querido bajarme, tener mi día de furia, romperle el parabrisas, gritar. La gente como yo puede hacer esas cosas: después nos llaman nobles, defensores de causas justas. El hombre, en cambio, dijo con tono de disculpa: "Es que yo soy del campo". Me dejó en la puerta de mi hotel y, antes de despedirse, me alargó la mano: "A lo mejor me dijo así porque pensó que yo era un Uber". Lo dijo con una mansedumbre horrible, como el que sabe que los demás siempre tienen razón.