La Presidenta -quien declara que su norte es cumplirle a la gente- emprende el camino hacia una nueva Constitución, pero es tan parca y poco convocante en explicar los males que este camino remediará, que todo indica que la partida será en falso. Las partidas en falso, los testimonios, no le cambian la vida a nadie.
De las razones que se dan para una nueva Constitución, la más potente y la única que debiera convocar a moros y cristianos es que necesitamos reconstituir la democracia, vigorizar la credibilidad de sus instituciones.
Ese diagnóstico no equivale a las ensoñaciones de un momento luminoso en que podamos partir de nuevo, encontrarnos, sin mácula, ánimo de reyerta, ni el peso de las malas historias recientes en una convención que nos conduzca a un nuevo pacto social. Más vale ser escépticos. Primero, porque reconstituir un tejido débil, como lo está nuestra democracia, exige de conductas nuevas, que se sostengan en el tiempo. Tan solo los comportamientos, no las normas, podrán devolver la credibilidad esfumada. Pero las reglas motivan las conductas, aunque estén lejos de ser condición suficiente de su cambio. El escepticismo es sano también, porque las nuevas normas constitucionales, aunque sean fruto de un feliz pacto, pueden, en su contenido, ser igual de malas o peores que las que hoy tenemos para disciplinar conductas que prestigien a las instituciones.
Es este segundo riesgo el que parece más serio, por el ambiente de opinión y expectativas que se han ido generando acerca de una nueva Constitución. Lejos de presentarla y pensarla como las reglas para disciplinar el ejercicio del poder político, radicarlo, distribuirlo, limitarlo, controlarlo, transparentarlo, hacerlo más responsable y participativo, el debate constitucional que el Gobierno ha alentado se ha centrado en escoger principios de convivencia y debatir cómo y cuánto aumentar el catálogo de los derechos, ámbitos donde el lirismo suele traer más ilusiones que cambios, más judicialización que reforzamiento de las formas democráticas en las que mandan las mayorías. El lirismo constitucional, típicamente aumenta la irrelevancia de los órganos representativos y el desinterés por elegir y ser elegido.
He aquí la paradoja: este gobierno ha entendido la crisis política y ha contribuido significativamente con nuevas normas que la regulan: ha aprobado un nuevo sistema electoral que traerá más competencia; ha obligado a reorganizar los partidos, asegurando más transparencia y participación interna; ha puesto barreras para evitar que los grupos económicos capturen la política y ahora despliega un esfuerzo por descentralizar el ejercicio del poder. No obstante, es renuente a hacer propuestas que instalen un debate constitucional relativo al ejercicio del poder político.
En el plano constitucional falta debatir y acordar formas de participación convocantes y compatibles con una democracia representativa, modernizar y descentralizar la administración pública y especialmente repensar las atribuciones del Congreso, estableciendo un nuevo equilibrio de poderes; darles más potestades y responsabilidad a las mayorías elegidas y evitar que el mérito o sustancia de sus decisiones pueda revisarse por los órganos de control. Esas parecen ser las piezas cuyo recambio pueden alentar al enfermo. Para entrarles a esos arreglos, se requiere instalar el debate sobre la organización y distribución del poder, y no otro, a la vez que generar un ambiente político que permita compartir un diagnóstico acerca de qué es lo que originó y mantiene la debilidad de las instituciones.
Esas fórmulas no surgirán de una deliberación que se limita a las formas de aprobar un nuevo texto constitucional. Por el contrario, ese puro debate aumenta la suspicacia y hace más difícil emprender la tarea de cambiar las reglas políticas, condición necesaria para reforzar la credibilidad en las formas democráticas. Es en esa tarea que una Constitución resulta insustituible para que la actividad política pueda cumplirle a la gente.