Tiene la frialdad de un apostador, que espera hasta el último momento para mostrar sus cartas. Estira el elástico tan al límite que parece que va a romperse. Termina por destrozar los nervios de sus amigos y oponentes. Quiere ser y comportarse como el dueño del tiempo.
Y parece que esta vez le ha dado resultado.
¿Qué ganó Sebastián Piñera con esta larga espera que recién terminará el martes 21? Lo mismo que el capitán Lehmann-Willenbrock en "El barco" (1981), la película de Wolfgang Petersen. Ese viejo lobo de mar, antes de que comenzaran las acciones bélicas, hizo descender a su submarino mucho más allá de lo que indican las reglas de navegación. Solo así pudo saber cuál era la resistencia de su nave en condiciones más que extremas. En estos meses, Piñera dejó correr solo a Guillier, le dio ventaja, y exasperó a la centroderecha con su tardanza para decidirse. Esa era para él la única manera de conocer la real fuerza del senador por Antofagasta. Si bien el experimento era arriesgado, dejó en evidencia que Guillier era vulnerable. Piñera no le prestó el apoyo de la confrontación: lo dejó hablar solo, para que se viera que no tenía mucho que decir.
Además, en este período el ex Presidente pudo observar con toda calma cuán letales podían ser las cargas de profundidad que le lanzaban sus enemigos, pero lo hizo en puerto seguro, antes de emprender una navegación agitada. ¿Mostró enojo? Sí, aunque en el momento y en la medida en que él quiso hacerlo. Las bombas lo remecieron un poco, pero no le hicieron gran daño.
Ahora, con todos los datos en la mano, empieza su campaña. Ni siquiera sabemos cuál será el lugar elegido para notificarnos su decisión. El apostador es capaz de poner sorpresa incluso para anunciar una jugada que todo el mundo sabe que viene.
¿Cuáles son sus cartas? ¿Qué estrategia empleará? Todos ponemos atención para ver qué hará con sus negocios; ya nos comunicó (cómo y cuándo quiso) quiénes formarán su calificado equipo económico, y ahora nos preguntamos por su equipo político. Se trata de materias importantes, pero cometeríamos un error si no atendemos a otras dos cuestiones que son muy relevantes, y que hasta ahora nadie conoce.
La primera apunta a su estrategia de campaña. Expresada de modo simple: ¿Churchill o Macri? ¿Nos invitará a los chilenos al heroísmo, a trabajar duro para reconstruir un país arruinado por las retroexcavadoras? ¿Nos ofrecerá sangre, sudor y lágrimas? ¿O preferirá la estrategia suave de Macri, que no quiso, no pudo o no se atrevió a decir a los argentinos que la epidemia K imponía una cirugía mayor y dolorosa? La estrategia tipo Macri es la mejor para ganar las elecciones. La de Churchill hace difícil el triunfo, pero permite gobernar.
La segunda cuestión es particularmente complicada, porque supone lidiar contra la imagen exitista que Piñera proyectó en su primer gobierno. Es muy probable que, en los próximos meses, los chilenos nos comportemos como unos subcontratadores de servicios gubernativos, y digamos: "Como el experimento de la Nueva Mayoría ha sido un desastre y el país se ha estancado, yo, el pueblo de Chile, en vez de hacerme cargo de la responsabilidad que me cabe en este entuerto, lo contrato a usted, Sr. Piñera, para que, junto con sus eficientes colaboradores, me arregle este pastel mientras yo tomo palco". En un escenario así, Piñera solo puede defraudar.
Su éxito futuro dependerá de su capacidad de involucrar a la ciudadanía, de que la gente entienda que no basta con marcar un nombre mágico en la papeleta para que el mundo recupere el orden perdido. De lo contrario, no logrará un triunfo en las parlamentarias; no podrá imponer su autoridad ante las infinitas huelgas que utilizará la izquierda para vengar su salida del gobierno; ni será capaz de mantener bajas las expectativas de un país que todavía sufre los efectos del carrete "novomayoritario". Este es el mayor problema para Piñera, porque para comprometer a la gente con su proyecto no bastan la inteligencia y la frialdad del apostador.
Quizá los dos problemas estén más vinculados de lo que parece a primera vista. La solución para la pasividad de los ciudadanos probablemente esté en la fórmula de Churchill; en apelar a la madurez del electorado con un discurso exigente que contraste con el facilismo de Guillier. Si es así, el martes habrá acabado la hora de las apuestas y comenzará el tiempo de los valientes.