Decía un gran letrado algo machista: "Las traducciones de libros son como las mujeres: mientras más bellas, más infieles". Y es así (lo de las traducciones, ojo, lo corrobora un servidor, muy feministo). Porque cuando se busca el espíritu profundo del texto, a veces hay que escoger algunas palabras menos literales para ser más fiel aún. Suena confuso, pero eso es lo que ocurre con la cocina de La soga, un restaurante donde se come MUY, pero muy chileno, pero quien traduce en las ollas pone todo el rato de su cosecha y obtiene platos que son más bellos que el referente tradicional.
Para entender tanto blablá, mejor un ejemplo: un trozo de costillar de chancho ($8.400). Y lo que llega no es un plato estilo Picapiedra, pero sí es un magno trozo, sin huesos y con sus grasitas, bien tostado en su superficie. No es pituco, sino que está hecho para ser admirado y comido entero. Y al lado viene, en vez de alguna espumita o deconstruccioncita, una cebolla en escabeche como una de esas que uno compra en La Vega, cortada en cuatro y entibiada. Nuevamente: nada de pituquismo, o de alguna búsqueda consciente de la yerba endémica perdida, o de "abajismo", esa tendencia tan hipster de glorificar lo rasca porque sí. No. Aquí, en La Soga, la idea es comer sabroso. Y que se note todo el rato que estamos en Chile.
Entonces, más ejemplos para seguir entendiendo. Panes tibios y frescos (nada peor que un pan añejo, que abunda más de lo permitido), con un pocillo de chancho en piedra bien intenso. Y un trío de cebiches ($8.800), dos de pescado y uno de pulpo, bien montados sobre unas hojitas, algo pasado al merkén uno de ellos (el ahumado quita frescura, sorry), pero todos con abundantes trocitos de verduras varias. Y también un pulpo hecho en olla sin líquido ("chamuscado" dice en la carta, a $8.800), por lo que su sabor es intenso (nada de molesto, no hay que asustarse), blando a más no poder, montado en unas hojas de rúcula y berro salteadas, con unas papas fritas de verdad. De aplauso. Al fin un octópodo bien hecho en un restaurante que no sea peruano ni español.
De los fondos, el ya mentado costillar (de solo recordarlo...), que se pidió con un cebiche de cochayuyo, MUY abundante y que puede convertir a algún odiador de esta alga, aunque esa textura y más de una experiencia traumática de la niñez lo hace difícil. El otro plato principal fue un combinado de croquetas de jaiba ($8.400) acompañadas con un guiso de quínoa, un grano que mal hecho puede ser muy, pero muy aburrido, lo que no fue el caso. Y las croquetas, como de casa, de abuela que ojalá nunca se muera.
Para terminar, una perfecta leche asada ($3.800) con dos cucharas. La carta de vinos ahonda en la misma vocación: muy chilena, de verdad, como con olor a piso de tierra mojada, pero sin olvidar que se está en Vitacura.
Las Tranqueras 1677, 227100306.