De los franceses hay que aprender algo: el increíble orgullo que sienten por su cocina. En lo relativo a replicar su liviandad de sangre, hay opiniones discrepantes, pero en este otro punto no hay duda. Son un ejemplo a seguir, en especial por un país que tiende a esconder con vergüenza sus charquicanes y arrollados. En fin, da para largo. El tema es que pocos restaurantes galos bajan de la media, porque hay un grado de obsesión por la perfección que es prácticamente inherente a su naturaleza. Y eso pasa con La Cuisine, en Providencia.
Primer síntoma positivo: al pasar por su exterior en repetidos días, se veía lleno al almuerzo (menú a $7.900). Y, la verdad, con precios que no son de "se te apareció marzo" (aunque tampoco es picada, ojo), con gentiles mozas y una cocina bien rápida, van apareciendo las razones.
Una vez instalados, las entradas se veían tentadoras: caracoles, salmón marinado, sopa de cebolla (imposible con este calor, una pena), pero la idea era llegar al postre alguna vez. Entonces, un bouef bourguignon ($7.900), con una carne blandísima como corresponde a una larga cocción, con su zanahoria y cebollita, nadando en abundante salsa que pide pan a gritos para sopearla. De acompañamiento, otro plato de esos sencillos que a un chileno le avergonzarían, pero que en este caso no es así: ratatouille ($2.200), ese sabroso guiso de berenjenas, zapallitos y pimentones que Pixar hizo famoso, pero en un formato más estiloso (cortado en finas láminas por el magistral ratón), lo que puede defraudar en lo estético a quien lo pide por primera vez.
Junto con este par de tradicionales preparaciones, un filete Rossini con sus dos lonjitas de foie gras ($12.800), pedido tres cuartos, y que llegó tal cual, con papas al romero salteadas ($1.900). Nuevamente lo sencillo fue hermoso. Y para rematar, y probar algo que no hubiera mugido en vida, un tártaro de salmón, atún y palta ($7.300), de buen tamaño (no estilo muñeca Barbie), aunque algo falto a la malicia. ¿Un toquecito de jengibre o de especias, por ser? Más intensidad, por favor. Y una ensalada verde ($1.500) con algunas hojas algo oxidadas de lechuga, el único punto bajo, junto con unas crème brûlée ($3.400) que no alcanzaron la caramelización de su cubierta.
Este postre, aparte, despierta una duda: ¿para qué ofrecen un trío con dos de vainilla y una de pistacho, en vez de ofrecer tres sabores distintos? Queda planteada la consulta, mientras la certeza de haber probado una perfecta tarte tatin ($3.300), con abundante manzana y su helado de vainilla, fue el cierre de esta tan gala experiencia.
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