Guillier instó esta semana a los partidos de su coalición a no empezar con "el control disciplinario sobre la militancia o a presionar o influir, sino al revés, que se les dé plena libertad" a los militantes.
A primera vista pueden sonar como palabras sabias y populares. Sabias por lo libertarias: cada persona, sin ser tironeada y menos amenazada disciplinariamente, tiene el derecho a preferir a un candidato. Populares, pues con el descrédito de los partidos, parece un despropósito que pretendan ejercer presiones, o peor aún control disciplinario, aunque sea sobre sus militantes.
En una mirada atenta, resulta difícil imaginar palabras más desconsideradas hacia los partidos. Estos son asociaciones voluntarias de personas con ideas afines acerca de lo que debe ser la vida colectiva, que intentan alcanzar posiciones de poder para llevar a cabo ese ideario que los liga. Escoger de entre sus filas o adherir a candidatos es el instrumento más propio de su acción. Un partido político que no ejerce esta función de elegir un candidato, sea o no de sus filas, y movilizarse en su apoyo se niega a sí mismo.
Suponer que un partido pueda hacer una opción y luego ni siquiera influir en sus miembros para que trabajen por ese candidato, como lo pidió Guillier, o que tolere pasivamente que desplieguen adhesión por uno diverso al que proclamaron como grupo, implica que el partido dejó de creer en sí mismo y en sus decisiones, dejó de ser un mismo partido y dejó de aspirar al poder para hacer política. La petición del abanderado equivale entonces a pedirles que ya no sean partidos y que dejen de hacer política.
La tradición de gobernabilidad de Chile ha descansado en la existencia de gobiernos que representan idearios y coaliciones amplias y fuertes. Los episodios en que se han intentado cambios sin descansar en ellas solo han sido fuente de frustraciones y hasta de violencia. Tales coaliciones no son ni serán posibles sin partidos fuertes. Nunca han podido conformarse en diálogos directos entre un líder y su pueblo.
La Nueva Mayoría no recordó esto con la debida fuerza. Ya desde su acto de proclamación como candidata, al volver a Chile, la Presidenta excluyó de la recepción a los partidos y estos aceptaron ser excluidos. Iba a ser un gobierno ciudadano, porque los partidos estaban desprestigiados. Los resultados están a la vista: no es posible sostener un buen gobierno, menos uno que aspira a hacer cambios, en el carisma de un líder; este necesita de partidos que conformen coaliciones sólidas, amplias y efectivas. La
affectio societatis entre los partidos necesita de líderes populares que les auguren triunfos, pero solo se sostiene si, además, el engrudo en que, a fuego lento, se ha ido cocinando, ha conllevado largos debates y arduas negociaciones programáticas. Solo así las coaliciones pueden resistir después las letras chicas de los concretos proyectos y los vientos en contra que inevitablemente arrecian en política.
Armar ese engrudo es la tarea del líder. El arte, esmero y destreza que demuestre en ello depende también su propia suerte. Debe, de paso, alcanzar tal ascendiente en su coalición que le permita luego un gobierno suprapartidario. Esto no se logra rehuyendo los partidos para afincar el poder en el trato directo con el pueblo.
Para que Chile tenga gobiernos realizadores y eficaces, los líderes populares deben estar dispuestos a pagar el precio de sacarse muchas fotos y gastar largas horas con los partidos de su coalición. Para este Gobierno, haber ninguneado a los partidos lo dotó de pan en el ayer de su campaña, pero le produjo hambre en la hora de las vacas flacas. Instarlos hoy a que dejen de ser partidos políticos también puede cobrar un alto precio. Piñera entendió tarde en su gobierno la importancia de los partidos; pero, a juzgar por su actual agenda de comidas, parece que la letra le entró a fuego. Ojalá no lo olvide tampoco ningún precandidato de la centro izquierda.