La guerra fría nos vuelve a la memoria al morir el último de sus protagonistas. Para quienes vivimos inmersos en ella, la reyerta entre capitalistas y socialistas era tan significativa que, al concluir, nos resultó convincente que había llegado el fin de la historia. Al caer el Muro creímos presenciar el final de la única batalla político-cultural que concebíamos posible.
Nuestro sistema político sigue,
grosso modo, dividido en los mismos partidos que nacieron con y para la Guerra Fría. Sus ideologías se adaptaron. Aunque no quieran explicitarlo, ninguno quiere terminar con la iniciativa privada y la acumulación de capital como motor del crecimiento ni con el mercado como forma de asignar recursos. Quedan debates importantes entre derechas e izquierdas: quién debe proveer y asignar servicios básicos, la cantidad de regulación estatal sobre la actividad privada o las dimensiones del Estado regulador y redistribuidor; pero son matices del gris, comparado con las divisiones por las cuales estábamos dispuestos a dar la vida.
¿Es esa, la que se libra entre socialdemócratas y neoliberales, toda la lucha ideológica pendiente? ¿Es esa menos heroica pugna entre matices la que, por algún tiempo, tuvo "ni ahí" a los jóvenes con la política y que ahora los hace andar errantes y huérfanos de utopías, buscando volver a soñar lo imposible y hasta escuchando en vinilos la música de los 60? ¿Es la falta de intensidad de la disputa lo que explica el abstencionismo?
En parte, porque esa tesis olvida otras dos grandes batallas que se libran en política. Una, la que protagonizan liberales y conservadores morales, es fácilmente reconocible, pues acapara atención y hasta moviliza marchas. La segunda, la división entre populismo y responsabilidad política es menos evidente y no genera militancias, pero puede resultar más decisiva, por lo que vale la pena atenderla, especialmente en tiempos de campañas.
El seductor populismo explota los miedos, sus temas son los que generan inseguridad; los que enfrenta con fórmulas simples, para así hacer promesas grandilocuentes. Según posición política, llama a sus audiencias pueblo, gente de a pie, sociedad civil, ciudadanía o movimientos sociales. A ellos halaga como los buenos, los puros y los burlados por esa cáfila de desvergonzados que ocupan posiciones de poder, a la que el populista nunca pertenece, para así identificarse y representar "ciudadanamente" al pueblo sin la intermediación de partidos o de instituciones.
El discurso populista se agota en el voluntarismo. Querer es poder; no querer, maldad o egoísmo. La realidad y sus complejidades no oponen resistencias. La condición es hablar de fines y de valores y no de medios o reglas para alcanzar el cielo prometido.
El populismo no es un riesgo para Chile. Es una realidad presente; hace rato que ha echado raíces transversalmente en derechas, centros e izquierdas. Emerge de una política que, acosada por el desprestigio, prefiere tomar posiciones morales a delinear políticas concretas, como si la buena voluntad fuera un antídoto o un conjuro a los malos resultados. El populista de aquí prefiere el disfraz de líder social, que le permite vocear el descontento, al traje gris del político llamado a enfrentar problemas desde la medianía de lo posible; al populismo que nos habita le cuesta abrochar y puebla la legislación de inocuos principios vagos, en vez de concretas reglas.
El problema es que ese populismo nuestro, al ocultar las resistencias que la realidad opone a los deseos, es necesariamente ineficiente para satisfacer las expectativas que alienta, por lo que no puede sino terminar en más desconfianza; el problema de ese populismo criollo es que, al preferir identificarse con lo ciudadano a hacerlo con lo institucional, debilita la democracia que se nutre de formas y de instituciones.
¿Algún antídoto? Confrontar las propuestas simples; hacer zapping a las prédicas morales, pedir que se exhiban los planes y, sobre todo, explicar una y otra vez las virtudes de las tediosas formas democráticas.