Bajo un microscopio, las lágrimas provocadas por el llanto o la risa son iguales. Esa es la imagen matriz que se proyecta cada tanto en el fondo de la sala. Pero esas lágrimas se sitúan en espacios irreconciliables entre una burguesía sensible y un proletariado con poder adquisitivo. Entonces llorar en un punto y otro genera tensiones.
Luis Barrales y Sebastián Jaña, junto con los textos de Jean Genet, conforman un triángulo creativo poderoso. Hace años fueron responsables de "Jardín de reos", la reescritura de "Severa vigilancia", que desarrollaba una compleja trama entre presos y familiares y las versiones de sus crímenes en una misteriosa correspondencia. Ahora regresan con una versión libre de "Las sirvientas". Esta pieza del autor francés genera muchos ecos, es la tercera versión en tablas locales y se llevó al cine en "La ceremonia", por Claude Chabrol. El tema es contingente: solo hace algunos años en Chile se legisló, por fin, acerca de los horarios, vacaciones e imposiciones de las asesoras del hogar.
"Topografía de las lágrimas" (hasta este domingo 27 en Matucana 100) apuesta por la incomodidad. Es incómodo cuando conocemos a su protagonista, Isabel (Claudia Cabezas), una periodista de 39 años, recién separada, que investiga sobre el rol de las "nanas" en el país, pero a su vez depende de una de ellas en su casa. Escribe sobre esa figura apoyada en manuales de psicología y datos estadísticos. Una mañana regresa a casa en un horario inesperado y se encuentra con Solange (Kathy Cabezas), la mujer que le ayuda a ordenar su casa. El súbito encuentro despierta ideas paranoicas de la jefa sobre su empleada que se proyectan, a modo de corriente de conciencia, en el muro de fondo.
A continuación, Isabel, empoderada desde su computador portátil, se anima a desplegar otra situación incómoda: leer en voz alta a Solange su ponencia sobre las nanas en Chile. Emergen frases del tipo "en su mayoría son sureñas", "tienen pocos años de escolaridad". Solange contraargumenta: "Yo no soy mapuche", "mi hijo fue a la cárcel, pero no viene por acá", "de vieja me voy a comprar un terrenito en el sur".
Pero nada es como se ve. Isabel, mucho más frágil de lo que aparenta, tiene un revés en su vida, cree que se ha enamorado de un extranjero con quien mantiene correspondencia virtual y sufre una estafa catastrófica. En ese momento desesperado Solange le presta dinero y es su compañía incondicional, mucho más que su madre y su hermana Antonia. Pero la vida es un vaivén dialéctico, y un malestar en las rodillas termina siendo una enfermedad terminal que apresura la salida de la casa de Solange y el estallido final.
La interpretación de estas tres mujeres es muy sugestiva, y es de especial interés la presencia de la actriz joven, Francisca Riquelme, sobrina de Solange, que se suma al final. Esta adolescente termina de poner el dedo en la llaga en las contradicciones entre dos mujeres con privilegios y vidas disímiles. Isabel cree que su maldición es "entender", pero su presumida superioridad intelectual la deja varada en los vericuetos de la burocracia financiera global y en las iluminaciones intuitivas de su criada.
Siempre se asocia a Barrales con la escritura de Radrigán, sin embargo, en esta ocasión la perspectiva del montaje recuerda a "Flores de papel", de Egon Wolff. Dos personas de grupos sociales contrarios, Eva y el Merluza, desarrollan una dialéctica de poder y dependencia a partir de la capacidad de articular un discurso para dominar y atormentar al otro.
No es una obra que se agote en el tema social, que ya es complejo, el de la servidumbre, pues entra al enrevesado mundo de las relaciones humanas en los que la libertad es solo un espejismo, y el lenguaje, el principal método de resistencia. Donde llorar en un punto de la topografía o en otro sí marca una incómoda diferencia.
Andrea Jeftanovic