Hace poco, una de las participantes de un taller para periodistas que dicto planteó un tema en uno de los encuentros: "Cómo encontrar nuevas formas de describir en tiempos en los que todo está visto, todo puede ser googleado, todo es conocido". En verdad, todo está dicho desde
La Iliada. Pero escribir es, precisamente, querer escribirlo todo como si se escribiera por primera vez. Sin esa ambición, desmesurada y mesiánica, la escritura no existe. Sin esa ambición, Svetlana Alexiévich, la periodista bielorrusa que ganó el Premio Nobel de Literatura en 2015, no podría haber escrito
Voces de Chernóbil en 1997 porque ya en 1946 John Hersey había creado una pieza definitiva sobre víctimas de la radiación llamada
Hiroshima. Existe lo sublime. Existe lo insuperable. Y existe la pretensión, en quien escribe, de alcanzar alguna vez esas mismas cumbres delirantes. Decir, en la escritura, es siempre querer decir por primera vez. Claro que para dominar ese arte no hay manual de instrucciones. Ayuda tener en cuenta algunas cosas. Que para escribir algo inolvidable hay que estar despierto (nadie escribe nada que deje huella en estado de anestesia o de burocracia narrativa); y que hay que tener coraje y resistencia para no dejarse vencer por los intentos fallidos, por los espesos pantanos del desánimo cuando las cosas no salen como uno espera. Describir una acción y hacer que el lector sienta la carga de belleza o agresividad, o lo que fuere que hay en ella, no se resuelve en un tris tras. Es un largo camino de paciencia, de prueba y error, una carrera en la que no vencen los que llegan primero, sino los que aguantan más. A veces hay suerte, y se logra conectar con ese estado de trance en el que la escritura fluye fuera del tiempo (el deseo de regresar una y otra vez a ese sitio es, creo, lo que en parte sostiene la pulsión de la escritura). Pero no se puede esperar escribir siempre en ese estado porque entonces, como dice la escritora argentina Liliana Heker, no se escribirían más de dos páginas en toda la vida. No hay fórmulas ni trucos, pero exponerse a la buena prosa de los otros no es mala idea. La buena prosa contagia, produce ganas de escribir y, no menos importante, un colocón de envalentonamiento: si ellos pudieron, yo también podré. Tengo, en mi santuario particular, algunas escenas y pasajes que me han producido ese impacto, y a los que vuelvo cada vez que siento que "vomito mil frases y ni una canción". Por ejemplo, la forma en que describe su llanto en el libro
Salario mínimo el colombiano Andrés Felipe Solano cuando, después de seis meses de simular ser un obrero en una fábrica textil de Medellín, cuenta así el momento en que se va de allí para siempre: "Y cuando estoy lejos, seguro de que nadie desde la fábrica puede verme, empiezo a llorar. No creo haber llorado así en toda mi vida, con una intensidad casi sexual, como si le acabara de echar una palada de tierra a mi propio ataúd". O el pasaje de la novela
Jóvenes corazones desolados, de Richard Yates, en la que, después de su divorcio, Lucy, madre de una niña, ha pasado mucho tiempo en un limbo depresivo y decide visitar a una pareja de amigos. Beben. Conversan. Fuman marihuana. Ella siente que esa noche algo ha cambiado definitivamente. Escribe Yates: "Lucy tuvo que conducir muy despacio en el camino de vuelta a casa esa noche. No paraba de pensar que a la mañana siguiente tendría un montón de cosas en la cabeza (nuevas percepciones, buenas ideas nuevas sobre sí misma y sobre su futuro), pero cuando se levantó no había realmente nada en que pensar en absoluto, aparte de conseguir que Laura se preparara para el autobús del colegio". Al leerlo, reconocí la lápida de la desilusión que nos produce la vida cotidiana después de una noche de euforia en la que hemos sentido, engañosamente, que saltamos, al fin, al otro lado del muro y que de ahora en más todo irá bien. David Foster Wallace era un emperador de los símiles, de las frases que podían arrastrar al lector hasta el sitio que describía, como cuando entra en un corral repleto de cerdos y aves en la feria de Illinois y escribe: "Creo que así debe ser el ruido de la locura". En
El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad describe de esta forma la llegada del protagonista a la selva: "Y aquella inmovilidad de vida no se parecía de ninguna manera a la tranquilidad. Era la inmovilidad de una fuerza implacable que envolvía una intención inexcrutable. Y lo miraba a uno con aire vengativo". En el cuento "Irse así", de Lorrie Moore, la protagonista -una escritora de libros para chicos- tiene cáncer y decide suicidarse. En una reunión de amigos comunica formalmente la decisión, pero no es tan sencillo contárselo a su hija pequeña, Blaine: "Me puso la cabeza sobre la falda como un huevo con la cáscara cascada que pierde un poco de líquido por la grieta". No sé si hay mejor modo de exponer la fragilidad de un niño, su intensa desprotección, como lo hace esta mujer de frialdad maquínica. Y fue con este párrafo de
Bajo el cielo protector, de Paul Bowles, que sentí por primera vez la certeza de la muerte: "Como no sabemos cuándo vamos a morir llegamos a creer que la vida es un pozo inagotable. Sin embargo todo sucede solo un cierto número de veces, y no demasiadas. ¿En cuántas ocasiones te vendrá a la memoria aquella tarde de tu infancia? Una tarde que ha marcado el resto de tu existencia, una tarde tan importante que ni siquiera puedes concebir tu vida sin ella. Quizá cuatro o cinco veces, quizá ni siquiera eso. ¿Y cuántas veces más contemplarás la luna llena? Quizá veinte. Y, sin embargo, todo parece ilimitado". ¿No es todo eso como decir las cosas por primera vez: decir la brutalidad de la naturaleza, y decir la muerte y la locura y la depresión y el desamparo como si nadie los hubiera dicho antes? Me estoy extendiendo. En realidad, todo puede resumirse en una frase. Es una frase de James Joyce. Dice: "El artífice es aquel capaz de hacer de su lengua materna una lengua extranjera"