El triunfo de Trump y del Brexit, el rechazo del acuerdo en Colombia y la abstención en Chile hará más vocal entre nosotros el discurso de que las élites no han sabido comprender el malestar ciudadano que provocan la modernización capitalista, los abusos, la desigualdad y el temor a las contingencias sociales.
Despreciar el fenómeno sería una torpeza. Tratar de entenderlo, una necesidad cultural y política. Mientras lo intentamos, la cuestión política urgente consiste en cómo reaccionar, a medio camino entre la perplejidad y la comprensión en la que, por algún tiempo, nos mantendremos.
El fenómeno pinta tan gravitante que es probable cambie los alineamientos políticos. Algo de eso parece ya asomarse en Europa y también por estas costas.
Eliminando los matices, dibujaré tres nuevos tercios que me parece ver asomarse en nuestra política. Al primero lo denominaré el de los profetas. Allí se domicilian quienes creen haber reconocido antes ese malestar y cuya política consiste esencialmente en ponerse a la cabeza de la ola, identificarse con la indignación y vocearla, adoptando posiciones más morales que políticas. Su signo es un no despectivo y altanero: al modelo, al sistema, a sus representantes, a sus instituciones y sobre todo a las élites. Al menos por ahora no presentarán muchas alternativas, pues proponerlas desalinea a sus adherentes. Los profetas del malestar tendrán representación en el Congreso, pues muchos de quienes lo sienten votarán emotivamente por sus voceros. Mientras este grupo se mantenga en ese plano, la política y la eficacia de los gobiernos será mucho más difícil de lo que, hasta ahora, conocemos. Esta es y será un ala corrosiva de la política, no por su capacidad de vocear el malestar o la denuncia, dos componentes indispensables de una democracia sana, sino porque en este estilo no se premian acuerdos ni compromisos. Si no llega a formar un partido, este grupo será una bancada, más o menos la que votó en contra del reajuste.
Un segundo tercio, lo llamaré el de los modernizadores, en su mayoría no querrá oír de malestar ni de críticas al modelo. Sostendrán que nada de eso sucede más que en la cabeza de neomarxistas o de resentidos; que el pueblo escogerá a quienes garanticen crecimiento. Este lote ganará elecciones ocasionalmente, beneficiándose con el hastío popular ante la verborrea ineficiente, pero a la hegemonía cultural le será esquiva y difícil construir un proyecto sólido de largo plazo, a menos que escuchen mejor a algunos de sus intelectuales, que vienen sosteniendo que el malestar existe como una rémora de una modernidad exitosa, la que, junto con un progreso económico gigantesco, ha producido vértigo en quienes junto a una orgullosa autonomía sienten desprotección, miedo a caer sin redes, lo que exige de políticas de protección social, y produce también esa modernidad capitalista deseable, una cuota de sano desprecio popular por las élites, las que deben dejar de comportarse como patrones de fundo.
El tercer tercio, del que yo quisiera formar parte, es el que, desde una postura de centroizquierda, intenta hacerse cargo del malestar, entender la rabia con los abusos; postular que la cancha, de las oportunidades y de la educación deben emparejarse; pero que eso la política no lo logra con protesta, que no es esta ni la indignación el arma de su liderazgo; que al político le son exigibles resultados concretos; que desde sitiales políticos no se dirigen movimientos sociales, sino que se responde a sus demandas con políticas públicas graduales y realistas, que despierten los más amplios acuerdos en un clima de respeto; y que, desde posiciones de poder, es indispensable estar constantemente dando explicaciones y rindiendo cuenta al pueblo que proclamamos como mandante. A la Concertación empezó a fallarle esto último. La Nueva Mayoría pareció entender el malestar, pero ha estado muy lejos de saber qué hacer con el problema diagnosticado. Este tercio andará errando un tiempo antes de reconocerse, acomodarse y encontrar un nuevo nombre.