Más de 400 mil automóviles salieron de Santiago el fin de semana largo. Familias completas aprovecharon, con toda razón, esos cuatro días de descanso.
¿Completas?
Como todos los años, mi hijo menor celebró Halloween con sus amigos. En su recorrido por algunas calles de Vitacura se encontraron con casas vacías y también con gente que les abrió con amabilidad sus puertas. Pero quedaron profundamente impresionados con una de esas personas: un señor que, con dificultades para caminar, salió a abrirles la reja y les regaló a cada uno un juego de naipes. Conversaron con él y así supieron que tenía 92 años, que en el último tiempo se había caído dos veces y que su familia se había ido a la playa durante esos días y lo habían dejado completamente solo.
Sin ánimo de juzgar a nadie -¿o sí?-, la situación da al menos para algunas reflexiones.
¿Qué trato les estamos dando a nuestros viejos? A esos padres y madres, abuelos, bisabuelos que algún día construyeron una familia y a quienes, con todos los errores que puedan haber cometido, les debemos, al menos, el hecho de estar en este mundo.
¿Nos hemos detenido a pensar cuánto pueden aportar todavía con su experiencia?
¿Estamos conscientes de que a todos nos espera esa etapa de la vida?
¿Es consecuente alarmarnos por la delincuencia y dejar a personas mayores solas en sus casas? ¿Podemos culpar después a las autoridades por no protegernos debidamente cuando no somos capaces de cuidar a nuestros propios ancianos?
Por desgracia, este no es un hecho aislado. Y tampoco es el más dramático. Al contrario, son miles los mayores que viven -sobreviven- solos, y en la mayoría de los casos en la pobreza. Cuentan con misérrimas pensiones y sin ayudas familiares. Otros tantos se encuentran en hogares que no siempre cumplen con los estándares mínimos y en los que a menudo son maltratados. Y, tal como lo reveló en estos días un reportaje periodístico, muchos son abandonados en hospitales públicos: después de internarlos por alguna enfermedad, no hay nadie que se haga cargo de ellos cuando los dan de alta. Los parientes simplemente desaparecen.
Desde que Halloween se ha incorporado a las celebraciones de nuestro país han surgido muchos detractores de esta fiesta por tratarse de una "importación gringa" y por exaltar el horror y el miedo. Incluso se han hecho campañas para que en vez de diablitos, fantasmas, brujas y vampiros, salgan a la calle niños vestidos de ángeles, superhéroes o mariposas. Hay adultos a los que les preocupa la atracción que sienten sus hijos por personajes maléficos, desconociendo que la infancia es precisamente la etapa de la fantasía y el juego, de los disfraces y de los relatos maravillosos, donde el bien y el mal libran siempre una batalla.
Más que Halloween, lo que aterra es esta realidad que albergamos como sociedad y con la que podemos encontrarnos cualquier día a la vuelta de la esquina.