Hay algo que el compositor brasileño Heitor Villa-Lobos le dijo a Tom Jobim cuando este llegó a su casa, lo encontró componiendo en medio de un griterío ensordecedor, y le preguntó cómo podía trabajar así: "El oído de afuera no tiene nada que ver con el oído de adentro". El oído de adentro es tirano, difícil de tapiar. Una de las cosas que hago para volver a ese sitio de silencio, y poder escribir, es mirar una escena -la de los caballos- de la película
Michael Clayton, de Tony Gilroy (2007). Hace poco, desasosegada, llena de ruido mental y de inquietud, estaba a punto de ver esa escena cuando recordé la lista. Este año la BBC consultó a 117 críticos para que seleccionaran los 100 mejores filmes desde el año 2000 en adelante. El resultado se publicó en agosto y yo hice lo que deben haber hecho muchos: contrastar esa lista con mi lista interior, aunque no soy un crítico, sino apenas alguien que va al cine. Me puse eufórica al ver, en el primer puesto, la desbordada y genial
Mulholland Drive (David Lynch, 2001) y, en el segundo, la sofisticadísima
Con ánimo de amar (Wong Kar-Wai, 2000). Aparecían los nombres de Tarantino y P. T. Anderson, títulos tan encantadores como
Casi famosos(Cameron Crowe), mezclados con la brutalidad de
Sin lugar para los débiles (de los hermanos Coen) y la megalomanía catedralicia de
El nuevo mundo (Terrence Malick, 2005); el melodrama perfecto
Lejos del cielo (Todd Haynes), junto a las perturbadoras
La cinta blanca (Michael Haneke, 2009) y
Dogville (Lars Von Trier, 2003), la máquina de aniquilación de
Oldboy (Park Chan-Wook, 2003), la bendita
El Gran Hotel Budapest (Wes Anderson, 2014), y esa cosa triste y magnífica llamada
El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (Andrew Dominik, 2007). Lamenté, claro, que no estuviera mi
Michael Clayton, y me espantó encontrar la vacua
Mad Max (George Miller, 2015), la sobrevaluada
Perdidos en Tokio (Sofia Copolla, 2003), la insoportable
Moulin Rouge (Baz Luhrmann, 2001) y, como a varios, me llamó la atención no ver un solo título de Clint Eastwood. Pero en el puesto número 14 estaba
The act of killing, el lúgubre y espeso y deslumbrante documental de Joshua Oppenheimer, de 2012, y eso le da un subidón de calidad, según yo, a cualquier lista. Oppenheimer viajó a Indonesia en 2001 para filmar a trabajadores de la palma africana, descubrió que eran víctimas o familiares de víctimas de la dictadura de Suharto, que empezó en 1965 y llegó hasta 1998, y se abocó a filmar este artefacto extraño y peligroso. "En menos de un año -se dice al comienzo del documental-, con la ayuda directa de gobiernos occidentales, más de un millón de 'comunistas' fueron asesinados. El Ejército usó paramilitares y gánsteres para ejecutar los asesinatos. Estos hombres han estado en el poder -y han perseguido a sus opositores- desde entonces". Ese es todo el contexto histórico que
The act of killing provee (ese podría ser, si es que tiene alguno, su costado débil), y a partir de entonces se despliega algo que solo puede haber salido de la cabeza de alguien tan genial como arriesgado y loco. Oppenheimer contactó a esos "gánsteres" (mercenarios o sicarios serían quizá palabras más adecuadas), y descubrió que no solo no se negaban a hablar, sino que alardeaban de sus crímenes. Le contaban detalles de torturas, lo invitaban a visitar los sitios de las matanzas y llevaban a sus amigos para que hicieran el rol de víctimas. Encontró que se movían libremente, que nadie los había juzgado, que seguían teniendo poder. Si el documental hubiera sido solo eso -asesinos impunes contando: "Violé a estas mujeres y maté a estos hombres de esta manera"- ya hubiera sido brutal. Pero Oppenheimer tuvo una idea que lo vuelve casi insoportable: les propuso, a los asesinos, actuar. Disfrazarse de ellos mismos y hacer una recreación de sus crímenes: qué hicieron, cómo lo hicieron. "Muéstrenme lo que quieran, de la manera que quieran -les dijo-. Filmaré sus recreaciones, pero también filmaré cuando hablen de cómo quieren montar la escena, de qué quieren mostrar y qué no". Y aceptaron. La frontera entre realidad y actuación no tarda en hacerse tumefacta, en ablandarse de modo desagradable, y se torna aberrante por momentos, como cuando durante la puesta en escena de una matanza masiva en un pueblo las personas que hacen las veces de víctimas terminan realmente aterradas y llorando, y los asesinos se dan cuenta, casi afligidos, de que han llevado demasiado lejos su, digamos, entusiasmo; o como cuando una víctima real de la dictadura acepta hacer el rol de víctima "ficticia" en un interrogatorio con golpes y tortura. Ya se ha dicho mucho del documental. Yo solo quiero decir que debería ser obligatorio en las escuelas de periodismo, porque es un ataque masivo a todo lo que se pueda haber pensado acerca de la manera de contar a los victimarios y las víctimas. Anwar Congo, un tipo que mató a mil personas, empieza narrando sus ejecuciones con orgullo (la forma en que ahorcaba gente con un alambre, la forma en que baldeaba los litros de sangre que quedaban derramados en el piso) y termina, dos años después, narrando las mismas masacres entre arcadas y vómitos. ¿Qué debe sentir uno ante ese hombre que no soporta el recuerdo de lo que hizo, que parece entender por primera vez la abyección y la bestialidad de sus actos? Cada uno tendrá su respuesta, pero Oppenheimer despelleja a sus personajes sacándoles la piel capa por capa, desnudando su naturaleza bestial y después su naturaleza humana, y después su naturaleza bestial y después su naturaleza humana, produciendo, en quien mira, un efecto laberíntico y monstruoso. En un momento le dice a uno de estos tipos: "La Convención de Ginebra define lo que hiciste como crímenes de guerra". Y el tipo responde: "No estoy de acuerdo con esas leyes internacionales. Cuando Bush estaba en el poder, Guantánamo estaba bien. Saddam Hussein tenía armas de destrucción masiva y para Bush estaba bien. Pero ahora está mal. Las convenciones de Ginebra tal vez sean la moral de hoy, pero mañana tendremos las convenciones de Jakarta y tiraremos las de Ginebra. La definición de 'crímenes de guerra' la hacen los ganadores". ¿Puede uno estar de acuerdo con una bestia? ¿Tiene uno derecho a estar de acuerdo con una bestia?