La partida del dramaturgo chileno Juan Radrigán nos deja a los espectadores en la intemperie.
Este prolífico autor entregó, desde los años ochenta hasta ahora, obras emblemáticas para el teatro nacional, entre las que destacan "Hechos consumados", "Las brutas", "Medea mapuche", "Informe para nadie", "Redoble fúnebre para lobos y corderos", "Fantasmas borrachos", "Memorial del bufón", "El loco y la triste". Luego, en otro registro, está "Amores de cantina" y adaptaciones como "La tempestad". Además escribió libros de narrativa y poesía.
Artista autodidacta, aprendiz de oficios, maestro de maestros, dramaturgo feroz.
En muchas de sus obras escenificó una intemperie habitada por personajes marginales, despojados, fuera del sistema, que se aferran a la última partícula de dignidad. Quizás un teatro existencialista con rasgos del absurdo en la línea de "Esperando a Godot", de Samuel Beckett. En ese espíritu señaló personas arrojadas al mundo sin más destino que ver su vida pasar, predestinados por su condición social. Sin embargo, de algún modo sus personajes se salvan, nos salvan.
Radrigán tenía el dominio de una palabra poderosa, hizo de sus obras verdaderos tratados filosóficos de la condición humana a partir de vidas precarias. Sus líneas están cargadas de poesía, reflexión, oralidad. Sus personajes son capaces de enunciar las grandes preguntas de la existencia con un habla popular entrañable. Pronuncian líneas remecedoras en torno a la falta de oportunidades, al dolor de la soledad extrema, al determinismo de la pobreza. Además, sus caracteres nunca cayeron en la categoría de la caricatura, de la humillación, del chiste fácil. No eran estereotipos subalternos manipulados por el mercado, la academia u otro orden; eran genuinos seres humanos de carne y hueso.
Ahí está la pareja de "Hechos consumados", Marta y Emilio; él la salva de ahogarse del río y alrededor de una fogata recorren una trayectoria vital en la que han perdido parejas, trabajos, amigos, confianza. Poco a poco van tejiendo lazos mientras atrás una multitud azuza con su presencia. También es interesante la presencia de Aurelio, un personaje que aparece y desaparece con presagios, "¡Este hombre está alcanzando el tamaño de la muerte!". El desamparo material y espiritual se acrecienta cuando un cuarto personaje, Miguel, cuidador del sitio donde se han encontrado, los presiona a abandonar el lugar, porque su patrón no permite extraños en sus dominios. Luego van desplegando sus secretas historias de dolor, incluido Miguel, ante la negativa de Emilio a retirarse del lugar, hasta que Miguel lo asesina. La imagen de Marta con que se cierra la obra, clamando "¡qué recrestas hicieron con nosotros!", es remecedora.
En "Informe para nadie" está Isidro, Eloísa y Martín discutiendo en un escenario apocalíptico sobre la posibilidad de un nuevo génesis: "¿Si estuviera en tus manos perpetuar la especie humana, lo harías?". Este trío mastica el tedio y la impotencia en el descampado. Acá ya no hay nada que comprar o vender, solo quedan los últimos tres sobrevivientes de la tierra, tras una hecatombe, filosofando bajo un manzano. Nadie sabe si llegó a abrir o cerrar la fiesta. Pero como sea están ahí, tres personajes que lo han perdido todo alrededor de un fuego intentando avivar las últimas brasas de un desayuno incierto. Mientras comen manzanas, los personajes discuten: "¿Dónde está Dios para que nos perdone o acabe con nosotros?", "Por qué no le preocupa lo que haremos para matar el tiempo cuando hayamos dicho todo".
Por otra parte, las tres obras que componen "Redoble fúnebre para lobos y corderos" -"El invitado", "Sin motivo aparente", e "Isabel desterrada en Isabel"- coinciden en mostrar a los miserables de Chile, los de antes y los de hoy. Personas destruidas por la violencia de la dictadura, personas que no vuelven a ser las mismas. Y también están "Las brutas", inspirada en la historia de las tres hermanas Quispe, que circulan en una nada nortina para planificar un ritual trágico.
Los personajes del universo radriganiano están arrojados a un paisaje desolador. Son figuras abandonadas que están fuera de la economía, de la ciudad, de la comunidad. A veces están bajo la mira del control policial y se les trata como estorbos. Son ellos, los pasados a llevar y humillados por los poderosos, que resisten en conservar su dignidad. Ellos, los capaces de seguir amando y soñando con un mundo mejor, pese a las adversidades. Ellos, los que a través del afecto traban compañías pasajeras y esperanzas que van derribando la soledad, aunque sea momentáneamente, con humor ácido y sabiduría popular, con ternura y sin nada a cambio.
Además, Radrigán fue llevado a escena por directores diversos. En sus comienzos por Nelson Brodt, Jorge Cano, Arnaldo Berríos, Alejandro Castillo. Más recientemente trabajó con nuevas generaciones que sumaron una cuidada poética visual a su virtuosismo dramático. Destaca la dupla con Rodrigo Pérez, Mariana Muñoz y con Rodrigo Bazáes. Además dictó talleres compartiendo los saberes de su oficio; su influencia sin duda está en la escritura de los dramaturgos Luis Barrales, Florencia Martínez, Andrea López y más.
Quienes asistimos a la obras de este querido dramaturgo, y seguiremos asistiendo, fuimos el jurado que vio las grietas de nuestra sociedad, las fracturas políticas, la desesperante desigualdad, la violencia y el abuso por doquier.
El singular lenguaje poético de Radrigán, hecho de oralidad y filosofía popular, nos mostró la tragedia. "Somos hechos consumados, no tuvimos arte ni parte en nosotros mismos; los hicieron y los dijeron: 'Aquí están, vayan p'allá', pero no los dijeron por qué los habían hecho ni a qué teníamos que ir a ese lao que no conocíamos....". Pero también nos entregó esperanza en el ser humano, "Del hambre, de la soledá y de las patás, ya no te salva ni Cristo; pero la dignidá te puede salvar de convertirte en animal, y cueste lo que cueste, eso es lo único importante".
Nos empujó a lo elemental, donde no hay casi nada, de pronto la vida se multiplica y somos algo. Nos empujó a reconocer las chispas del optimismo en la tragedia, en los más desfavorecidos.
Don Juan, así se le llamaba, se fue laureado con el Premio Nacional de las Artes de la Representación, con varios Altazor y con un sinfín de piezas montadas por directores de todas las generaciones. Se fue con libros publicados que se seguirán imprimiendo para alcanzar su obra inmensa. El maestro se va con tablas y teclas, se va con una cosecha de discípulos, con una vida consecuente como artista y ciudadano. Un creador libre, lejos de las instituciones y el poder, fiel a su palabra.
De vez en cuando, en la historia de un país aparece un autor que es capaz de torcer la sintaxis de nuestro idioma y mostrarnos el alma humana.
Este semana, no solo estamos de luto, también quedamos a la intemperie.
Andrea Jeftanovic