Un documento de la CIA hecho público este viernes revela que Pinochet ordenó personalmente el asesinato de Letelier.
Pero eso -un secreto de familia- no es lo más impactante de los documentos desclasificados.
Lo más impactante es que, según relatan esos documentos, la Corte Suprema de la época, con amable docilidad, aceptó las instrucciones de Pinochet para impedir la extradición de los militares que participaron en el homicidio, hasta el extremo de mostrar a Pinochet, y someter a su previa aprobación, la sentencia que la denegaba. ¡La Corte sometiendo a la revisión de una de las partes interesadas la sentencia que dirime el conflicto!
Es decir, la Corte Suprema de la época no solo se habría doblegado ante Pinochet; se habría mostrado, además, solícita para cooperar con sus designios. Una cosa es doblegarse, ceder frente a una amenaza (algo que, atendida la naturaleza humana, puede ser comprensible); otra cosa es la conducta solícita, cooperar con un designio ajeno renunciando a los propios deberes (algo que no puede ser calificado sino de indigno).
Y a la luz de la información revelada, la Corte Suprema -es decir, quienes entonces la integraban- no solo se doblegó (y por eso fue víctima), sino que además fue solícita (es decir, se comportó de manera indigna).
Es verdad que los actuales integrantes de la Corte no incurrieron en esa conducta y que, en cambio, todos o la mayoría de ellos hoy la miran con distancia y, es probable, con desprecio; pero una de las características de los órganos del Estado es su continuidad, el hecho de que su vida y su trayectoria van más allá de la vida y trayectoria biológica de quienes la integran. Como lo saben los abogados, y los jueces, los actos formales (como la dictación de una sentencia) que ejecutan los integrantes individuales de un órgano, especialmente si es del Estado, se consideran como si fueran conductas ejecutadas por el propio órgano. Así, cuando los integrantes de la Corte Suprema, de acuerdo a los informes desclasificados, se doblegaron primero, y se genuflectaron luego, frente a las demandas de un dictador afanoso en ocultar un crimen que habría personalmente ordenado, fue la propia Corte Suprema, la misma que tiene una larga historia que se estira hasta el siglo XIX, la que se habría doblegado primero y genuflectado después.
Salvo, claro está, que los actuales integrantes expliciten esa conducta de quienes les antecedieron y la rechacen.
Y eso es lo que falta que la Corte Suprema haga. Y tal vez el informe desclasificado de la CIA le ayude a hacerlo.
En Chile, casi todos los sectores sociales y políticos han declarado el juicio que la dictadura les merece, la opinión que tienen ante un complejo proceso de cambio y modernización llevado adelante con las armas de la violencia, que llegó a desconocer los derechos del adversario político. Incluso la derecha -que durante mucho tiempo retuvo la respiración y aspiró a la invisibilidad en este tema- se pronunció por boca del ex Presidente Piñera, quien denunció a los cómplices pasivos de las violaciones a los derechos humanos (agregando, de paso, que el Poder Judicial no había estado a la altura).
Es verdad que la Corte Suprema ya alguna vez reconoció (movida, sin duda, por las palabras de Piñera) que, por acción u omisión, había hecho abandono de los deberes que le correspondían y que los ciudadanos le habían confiado.
Pero ahora se sabe, de ser cierto lo que la CIA registró, que la conducta de la Corte Suprema no solo formó parte de esa corriente ambiental, casi atmosférica, que permitió que Pinochet, y quienes le seguían, hicieran y deshicieran en materia de derechos humanos. Además, la Corte Suprema habría sido solícita y servicial, en un caso particular, frente a Pinochet, al extremo de que el presidente de entonces le habría exhibido un borrador de la resolución que sus miembros se aprestaban a dictar para cerciorarse de que no le molestara.
Algo así merece un juicio, un pronunciamiento, de la actual Corte, única forma de sacudirse la sombra de esa sospecha de la que sus actuales miembros, que han de mirar esa conducta de entonces con distancia y con desprecio, simbólicamente participan.