El tiempo que le queda a este Gobierno no es poco. De lo que haga o deje de hacer en su último tercio dependerá, en proporción no menor, su legado político; el futuro de cualquier candidatura de centroizquierda, la que, por mucho que intente diferenciarse, la gente reconocerá como rama del mismo árbol, y más importante que todo el resto, el bienestar de la ciudadanía y el devenir de la crisis política e institucional por la que atravesamos. A ese plazo, los problemas pueden agudizarse y los climas deteriorarse aún más y en ello, el actual Gobierno sigue siendo muy relevante. A la luz de las condiciones económicas y políticas por las que atravesamos, parece frívolo sostener que este Gobierno está terminado. El tiempo no se detiene porque la afición política ponga los ojos en las próximas presidenciales.
Al Gobierno se le aparecieron las candidaturas. Ni antes ni después de lo que les ocurrió a los de Frei, Lagos y Piñera que le antecedieron, con la diferencia, no menor, de que estos se sintieron lo suficientemente fuertes como para dar inicio por ellos mismos a la carrera, soltando ministros populares a la campaña, mientras que este se enteró de las candidaturas por la prensa. Los patos no quedan cojos porque se les aparezca la carrera presidencial; la cojera les viene cuando su coalición en el Congreso comienza a mirar en otras direcciones, y eso le viene ocurriendo a este Gobierno hace ya rato, por falta de capital político, por haber declinado ostensible y vertiginosamente en la adhesión ciudadana. Su futuro, un tiempo no menor en la administración de esta crisis, depende aún de su capacidad de contener esa merma y acrecentar su adhesión en los márgenes posibles. Ello, a mi juicio, pende de la sinceridad con que anuncie ahora lo que logrará en el año y medio que le resta.
Viene la ley de presupuesto. Los focos están puestos en la capacidad del ministro de Hacienda para decidir en cuánto crecerá el gasto. Pero ese no es el dilema político mayor que la Presidenta deberá resolver. Este consiste en decidir dónde se asignarán los recursos escasos. La más vieja y relevante de las decisiones de un gobernante: es la hora en que las numerosas demandas, que se formulan tan rimbombante como torpemente como derechos: a una vejez digna, a una educación gratuita y de calidad, a una salud acorde a la dignidad de los pacientes y otras, sean ponderadas y a cada una se le asigne una porción determinada de los escasos recursos.
Aunque Piñera y Lagos sean los candidatos, este Gobierno no será un paréntesis. Este Gobierno instaló temas que no se cerrarán con su ciclo: el aborto, la elección de intendentes (ese remedo aparente de descentralización), la nueva Constitución, quién provee y cómo se regula la educación, la salud y la previsión, son problemas a los cuales el próximo Presidente deberá dar un cauce. Pero las encuestas muestran de manera elocuente que la ciudadanía no agradece que un gobierno sea el vocero de su malestar, sino que espera de este que solucione, aunque sea modestamente, sus problemas. Los últimos eventos muestran hasta qué punto una agenda refundacional y excesiva va siendo desviada hacia los tópicos que instalan otros, las marchas o las últimas noticias, mientras el Gobierno no resiste ni encauza esas demandas, sino que las posterga.
Con el poco capital político y tiempo que le resta, el Gobierno ya no puede seguir eludiendo el realismo. No escoger y focalizar en parte de su agenda equivale a renunciar a toda ella, pues ya no le queda ni tiempo ni apoyo para realizarla toda. La abundancia lo daña legislativa y políticamente. Mantener todas las opciones abiertas es renunciar a todas ellas. La falta de realismo deviene, ahora, en abierta y deliberada renuncia.
La Presidenta Bachelet se encuentra en un dilema político: o pasar a la historia como vocera incomprendida de aspiraciones ciudadanas o ser un gobierno que exhibe obras; aún es tiempo de esto último, a condición de que asuma la realidad política que la circunda y anuncie sus últimas promesas con claridad meridiana.