Permiso. Voy a pontificar.
Hace poco, en una charla pública, alguien me hizo una pregunta. Era una chica chilena que todavía no había terminado el colegio y que estaba pensando en estudiar periodismo. Me hizo la única pregunta que uno debería hacerle a alguien que ya es algo que uno todavía no sabe si quiere ser: "¿Qué es lo peor que puede pasar si uno se hace periodista?", preguntó. Respondí corto -dije que lo peor que podía pasarle era no cruzarse nunca con un buen editor y trabajar en una redacción que no estuviera llena de solidaridad y espíritu de colaboración, sino de estrellas del periodismo-, pero me quedé pensando. Mucho.
Antes, en la misma charla, alguien me había preguntado acerca de las nuevas generaciones periodísticas. Cuando alguien dice "nuevas generaciones" yo me cuido, porque siento aversión por esos discursos que empiezan con frases como "Antes, cuando yo...", y terminan contrabandeando la idea rancia de siempre: "antes, cuando yo", era mejor. Respondí algo -dije que es peligroso pensar que "antes era mejor", aunque tampoco se puede ser periodista sin saber quién es John Wayne-, pero me quedé pensando. Mucho.
El mes pasado conversaba con una colega acerca de una clase que dará en una especialización de periodismo que coordino. Hablábamos de la pertinencia de incluir, entre las lecturas obligatorias, un perfil de Rex Reed llamado "¿Duerme usted desnuda?" Es un clásico, es estupendo, y es un perfil de Ava Gardner. La colega, divertida, dijo que estaba segura de que ninguno de los periodistas que asistieran -mayormente jóvenes- iba a saber quién era Ava Gardner. Convinimos: "¡Que averigüen!". Pero me quedé pensando. Mucho.
Leí días atrás una entrevista que le hizo
El País Semanal a Milton Glaser, de 87 años, uno de los más prestigiosos diseñadores norteamericanos. Decía que, en su carrera, lo había guiado una frase de Picasso: "Cuando haces algo bien, es el momento de dejarlo". Seguía diciendo: "He tenido cuidado de no continuar haciendo lo que ya sabía hacer, por eso mi trabajo ha ido cambiando. Eso me liberaba de la responsabilidad de seguir realizándolo y me permitía probar algo más. Esa es una gran lección porque te mantiene vivo. El mundo quiere que seamos especialistas, pero el sentido del descubrimiento es lo que nos caracteriza como humanos. Y lo que, como tal, saca lo mejor de nosotros".
Yo no sé a qué generación pertenezco. En todo caso, a una generación que no puede definirse por año de nacimiento o por edad. A una generación que sabe que lo peor que puede pasarle a un periodista es no cruzarse nunca con un buen editor, no tener nunca la experiencia de trabajar en una redacción donde se aprenda lo mejor del oficio (el espíritu de solidaridad entre colegas), pero también perder la herramienta básica para ejercerlo: la curiosidad, la actitud del que sabe que no sabe y averigua. Pertenezco a una generación que, allí donde el sistema empuja a especializarse, responde con un anárquico "no, señor", y aspira a saberlo todo aun sabiendo que nunca se puede saber nada; que busca el camino de la incomodidad; que salta a las arenas movedizas de lo que no conoce para ir en contra del veneno del confort adormecido. Pertenezco a la generación de los que sabemos quiénes fueron John Wayne y Alan Ladd y Johnny Weissmüller, ídolos de nuestros padres y nuestros abuelos, y cuál es el nexo entre The Doors, una tabla de surf, la guerra de Vietnam y Marlon Brando, y quién fue Corín Tellado y quiénes los Jackson Five y de dónde viene la frase
I have a dream.
Pero soy, también, de la generación de los que queremos saber quiénes son Tao Lin y el Rubius, y a quienes nos interesan Nash Grier y Lorde y los
hipsters, y de los que vamos a ver
Los juegos del hambre en 3D y de los que no miramos torcido a los que leen a Dan Wells. Soy de la generación de los que quieren saber qué son todas esas cosas y por qué suceden. Pero, ¿existe el viceversa? ¿Los periodistas de eso que se llama "nuevas generaciones" sienten la misma curiosidad retrospectiva para tratar de entender aquello que no conocieron, para averiguar el contexto histórico, social, político en el que se criaron sus padres y sus abuelos, así como nosotros conocemos el contexto histórico, social y político de nuestros padres y nuestros abuelos, y nos esforzamos en entender el de los que tienen 20 años menos? ¿Y tendrán ellos la entereza de contemplar, dentro de dos décadas, el universo en el que van a vivir sus hijos con la misma curiosidad con la que ahora muchos de nosotros -claro: no todos, y quizá no tantos- contemplamos a los
youtubers y los
hikikomoris? Yo no sé. Yo dudo. Porque cada vez que digo "John Wayne" ante un periodista muy nuevo, encuentro en su mirada no solo desinterés, sino algo mucho más tétrico: orgullo. Orgullo por no saber. Como si la ignorancia fuera una cocarda rampante y gritona: "¡Es que soy tan joven!". Recuerdo qué horrible, qué humillante fue para mí cuando el fabuloso grupo de periodistas con el que trabajaba en la primera de las redacciones en las que estuve celebró un logro mío golpeando las mesas con júbilo y coreando: "¡
One of us, one of us!". Entendí la frase, entendí el júbilo, pero entendí también que había, en ese rugido, una referencia a algo que yo no conocía, un código que se me escapaba por completo. Avergonzada, averigüé con pudor, alquilé la película de Tod Browning, la vi, y solo entonces pude comprender la magnitud del rito de iniciación que esa gente me había regalado. ¿No saben de qué hablo? Averígüenlo. Eso es lo que hacemos. De eso se trata.
No sé a qué generación pertenezco. Pero estoy segura de no pertenecer a un grupo de periodistas -de la edad que sea- que miran con desprecio todo lo que no ha sido creado por y para y entre ellos. Porque en mi diccionario la ignorancia es una vergüenza, o el patrimonio de los reaccionarios. Nunca un orgullo.