José Piñera es, de todos los intelectuales públicos de la dictadura, el más desenvuelto a la hora de exponer sus ideas y el más impúdico a la hora de diseñar la puesta en escena para divulgarlas.
Lo demostró esta semana.
Luego de anunciar un retorno imposible (imposible, puesto que nunca se fue de veras); escribir en Twitter con la fruición narcisista de un adolescente (y simular que estaba emocionado al ver la cordillera); ensayar una y mil veces la pronunciación de la palabra Yo; ejercitar frente a un periodista un tonto desdén (para eludir preguntas incómodas); leer en cámara (y es probable escribir en secreto) poemas edulcorados, y anunciar que comunicaría, como quien revela un secreto insondable, la forma de mejorar el sistema de pensiones, dijo poco o nada, poniendo así de manifiesto que lo que lo movía era, en verdad, una simple pulsión narcisista, ese angostamiento de la realidad como consecuencia de la hinchazón del yo, ese combustible que parece alimentarlo a él y también (pero en este caso, afortunadamente, de manera más productiva y benigna) a su hermano Presidente.
Sin embargo, y en los raros intersticios que la sombra de su gigantesco Yo le dejó libres, José Piñera dejó caer algunas ideas.
La principal de todas -que él, por supuesto, ataba a su propio quehacer- fue que el crecimiento de Chile, graficado en una línea que de pronto se quiebra hacia arriba hasta alcanzar los 23.000 dólares per cápita, era producto de las reformas orientadas al mercado de las que él -él, por supuesto, quién otro- era el autor y el guía. ¿Es cierto eso? Hasta cierto punto, una parte de eso es verdad (el contrafáctico: qué habría ocurrido sin la dictadura y sin la participación de José Piñera en ella, quedará para siempre en el misterio). No obstante, lo que llama la atención es que José Piñera, en vez de atender a los problemas que esa misma modernización ha desatado, esgrime una y otra vez los orígenes intelectuales del proceso para negarlos. Incurre así una y otra vez en la falacia genética que denunció Hegel: creer que las cosas resultan buenas o malas solo en atención a las dos o tres ideas abstractas que las originan.
La modernización, los 23.000 dólares que José Piñera subrayó hasta el hartazgo ha descansado sobre una extrema privatización de la vida de la que el sistema de AFPs parece casi la metáfora. En efecto, conforme a ese sistema, la suerte de la vejez es un asunto que ante todo le atinge a cada uno y a su capacidad de ahorro. Ese es, por supuesto, un formidable incentivo para el trabajo y el esfuerzo (después de todo, enseña que usted bracea o se hunde); pero también se trata de un sistema que en su forma original deja a la intemperie a quienes la fortuna ha maltratado. Si cada uno fuera nada más que hijo de sus obras, si los recursos de que cada uno dispone se debieran nada más que al propio esfuerzo, si la suerte de la vida expresara el desempeño de quien la vive, si la vida social no condenara a algunos a la espera, no habría nada reprochable en que cada uno soportara los infortunios y el abandono de los años; pero cuando las trayectorias vitales no dependen solo de la propia voluntad, sino de factores ajenos a ella, como el origen de clase, la desigualdad educativa, la etnia o el género, es una cuestión de justicia compartir el riesgo entre todos. Así entonces, el sistema de las AFP no solo debe ser juzgado por lo eficiente que resultó en términos agregados, sino también atendiendo al hecho que contradice esa idea de justicia y oculta que ser miembro de una misma comunidad política impone algunos deberes de reciprocidad; entre ellos, compartir el infortunio inmerecido. Si no hay deberes recíprocos, ¿para qué somos miembros de una misma comunidad? Las instituciones sociales -y las AFP son una de ellas- no son solo instrumentos para la eficiencia; son eso, desde luego, pero también arrojan una cierta imagen de la forma en que los seres humanos se conciben unos a otros.
Y la imagen que ese sistema arroja -individuos dependiendo hasta el final nada más que de sí mismos, como si todos los infortunios de la vida dependieran nada más que de la propia responsabilidad, animales dedicados a rascarse con sus propias uñas- es la que promovió José Piñera, cuando, acunado por la dictadura, ejercía de ministro y hacía de intelectual, sin la incomodidad de los adversarios y sin el roce de la oposición, y es esa misma imagen la que hoy, con toda razón, lo aleja de la ciudadanía.
La que por eso lo mira como si él fuera un triste Hércules de feria, que se complace en mostrar ante el público un par de bíceps imaginarios.