Un Cristo apaleado y destruido a la salida de una iglesia: la imagen conmocionó al país y deja en el aire una gran pregunta: ¿por qué?
Los autores del acto cubrían sus caras con capuchas, no sabemos quiénes son y solo podemos suponer sus motivos. Son vándalos, ciertamente, pero, a diferencia de otros, tienen ciertas aspiraciones intelectuales: querían que su acto destructivo tuviera fuerza simbólica, y ciertamente lo consiguieron.
¿Por qué destruir una imagen de Cristo? Porque su figura representa una propuesta que ellos no están dispuestos a aceptar: la idea de que es posible volver más humano el corazón del hombre; la afirmación de que la absoluta carencia de poder, encarnada en ese cadáver de brazos extendidos, puede tener un sentido; en suma, la disposición a perdonar lo que parece imperdonable. Para ellos, la religión es tan solo el aroma espiritual de un mundo al que odian con todas sus fuerzas, un empeño por echarle colonia al cadáver, para tratar que huela bien. Por eso la necesidad de dirigirse especialmente a la destrucción de lo que se presenta como bueno.
Cada vez resulta más patente el esfuerzo de algunos por descargar sobre la religión todas sus frustraciones. No se trata simplemente de la reacción de personas que intentan hacer justicia por su mano ante el triste espectáculo que han dado ciertos creyentes en los últimos años. Eso, a lo sumo, llevaría al desprecio o a la crítica, como sucede con la reacción ciudadana frente a ciertos dirigentes deportivos, políticos o empresariales.
Eso no es todo. Estas personas ven la religión como una incómoda barrera que impide el desenvolvimiento de la propia libertad: la figura de Cristo, con su simple existencia, aunque sea bajo la forma de una modesta estatua de yeso, nos dice que no todo está permitido. Esto significa que o uno ajusta su definición de libertad y la hace compatible con los límites que derivan de nuestra condición finita o termina arremetiendo contra Dios, la religión, la ley, los semáforos y todo aquello que se le ponga por delante.
El origen de esta mala relación con la autoridad, representada en este caso por la Iglesia, no está en la propuesta educacional del Gobierno o en los problemas económicos, ambientales o constitucionales que nos aquejan a los chilenos. Ella se sitúa muchos años antes, en la vida de esos encapuchados, con la falta de ese ambiente protector que llamamos "familia" y que es la gran ausente de nuestros programas políticos.
La familia es importante, no porque constituya un remanso de paz (eso solo sucede en "Los locos Adams"), sino precisamente por lo contrario: ella es el lugar donde uno aprende a manejar sus frustraciones, el sitio en que se adquiere el arte de pelear sin que el conflicto se transforme en una guerra de exterminio. En la mayoría de las familias hay portazos, malas caras e incluso algún grito, pero también están el cumpleaños, el día de la madre y las sopaipillas. Hay muchos "no"; sin embargo, ellos resultan compensados por altas dosis de cariño.
Cuando el encapuchado golpea a un policía o le corta la cabeza a Jesucristo, no se está dirigiendo en contra de ellos: está apaleando a su padre, lo está degollando porque no estuvo allí cuando él lo necesitaba. Agrede a la figura paterna, porque nadie le enseñó lo que era la vida, la escuela, el trabajo o el sexo, ni qué podía hacer para formar parte de ese jet set que diariamente le muestra la publicidad, pero que se ve cada día más lejano.
La solución para estos casos de violencia, que probablemente se irán haciendo más habituales, no consiste simplemente en poner más policías y que la autoridad les entregue el respaldo que necesitan. Ciertamente, es necesario, aunque por sí solo lo único que consigue es poner a esos jóvenes en la disyuntiva de elegir entre un resentimiento impotente y la explosión violenta.
El papel de los policías es proteger al débil de la fuerza ilegítima, pero son otras las instancias que deben enseñar cómo orientar esas energías de manera positiva. Esta respuesta, sin embargo, no la vamos a encontrar ni en el programa del Gobierno ni en el discurso del último 21 de mayo ni en las propuestas constitucionales de la centroderecha.
La razón es muy simple: resulta más fácil pensar que debajo de la capucha se esconde el rostro de un sádico integrante de una secta satánica, en vez de admitir que lo que está allí es solo la cara de un niño desesperado.