Esto ya es historia un poco antigua, pero no pasada: hay cosas que nunca dejan de suceder dentro de uno.
El 25 de febrero de 2016, un diario de alcance nacional en mi país, la Argentina, publicó una nota acerca de la cena de gala que el Presidente Macri dedicó al Presidente de Francia, François Hollande, que estaba de visita: "Con sus copas de champagne en mano, espumante obligado en cualquier cena que tenga comensales franceses, el Presidente Mauricio Macri y su par galo, François Hollande, sellaron anoche el final de un día intenso en el Museo del Bicentenario, frente a personajes del ámbito de la política, del espectáculo y del deporte. La Primera Dama, Juliana Awada, con un look sobrio pero deslumbrante, tuvo un doble rol en la noche: anfitriona e intérprete. Es que su marido comentó que poco recuerda de sus clases de francés en el colegio y ella, sentada al lado del Presidente francés, le iba traduciendo al oído las palabras del Presidente argentino. De la velada, que tuvo lugar en el salón contiguo a la Casa Rosada, participaron el tenista argentino Guillermo Vilas, el futbolista francoargentino David Trezeguet, la conductora Mirtha Legrand, la artista plástica Marta Minujín y la viuda del escritor Jorge Luis Borges, María Kodama". Las fotos que acompañaban el texto reflejaban el espíritu mundano de la cena, mostrando a los comensales frente a mesas llenas de comida fresca, limpios, bañados, maquillados, perfectos.
Mientras todo ese glamour acontecía, a unas veinte cuadras de allí, sudorosa, deshecha de cansancio y desazón, yo comía una empanada de pollo reseca sentada sobre el colchón desvencijado de un hotel de mala muerte porque en mi casa y en mi barrio, Villa Crespo, no había luz desde hacía dos semanas.
El país atraviesa una crisis energética que lleva ya años. De hecho, el 15 de diciembre pasado el nuevo gobierno decretó la emergencia energética. Apenas después se implementó un aumento de tarifas (las que se pagaban antes, al menos en la capital, rozaban el ridículo para los sectores medios y altos: unos cinco dólares cada dos meses), y se anunció un cronograma de cortes programados. De todo eso se habló ampliamente en diarios, radios, la tele. Pero de los cortes salvajes fuera de programación que duraron días y semanas en algunos barrios, no hubo noticia alguna. Los vecinos de Villa Crespo -mis vecinos, yo- cortaron cada noche la intersección de dos de las avenidas más importantes de la ciudad: Corrientes y Juan B. Justo. Incendiaron neumáticos, gritaron, se pelearon con la policía. Sin embargo, nada de todo eso fue mencionado, más que esporádicamente, en alguna columna o nota suelta.
El periodista español Juan Cruz Ruiz suele citar una frase de Eugenio Scalfari, el fundador del diario italiano La Repubblica, que dice que el periodista es gente que le cuenta a la gente lo que le pasa a la gente. Siguiendo ese axioma, eso, a nosotros, los vecinos de Villa Crespo, no nos estaba pasando.
Noche tras noche, desde mi hotel modesto con vista a las mejores miserias del centro porteño, mientras nadie se ocupaba de nosotros -ni el gobierno, ni las empresas, ni los medios-, tuve la certeza que deben haber tenido Lucy, mi vecina del sexto, que pasó semanas sin bajar a la calle porque con 87 años no hay cuerpo que resista escaleras; o Esther, de 92, que vive en el tercero y que no pudo bañarse durante semanas más que con la ayuda de un balde de agua que le subíamos desde la calle cada tanto: tuve la certeza de ser un daño colateral. Un ciudadano descartable.
En ese hotel precario traté, durante semanas, de mantener al día mi trabajo y a raya la perturbación de sentir que mi vida, tal como la conocía, se había terminado. Perdí la cuenta de cuántos e-mails envié a mis editores diciéndoles cosas que resultaban difíciles de creer y sonaban a excusa de periodista mentiroso: lo siento, no podré entregarte la nota a tiempo porque hace siete días que estoy sin luz; lo siento, no puedo aceptar ese encargo porque hace dos semanas que no tengo luz y no sé cuándo va a volver.
Cuando el escritor y periodista argentino Roberto Arlt era niño y hacía algo malo su padre no lo retaba. Le decía "Mañana te pegaré". El castigo era de una perversidad satánica: la amenaza de los golpes sumía a Arlt en el más puro horror esperando que, en algún momento incierto pero seguro, llegara la ferocidad inverosímil de los golpes. Y la ferocidad llegaba. Viví todo febrero y parte de marzo bajo la perversidad de esa amenaza: mañana te pegaré, mañana quizá no tengas luz, mañana casi con certeza no tendrás luz. Y la ferocidad, finalmente, llegaba.
Un periodista pasa buena parte de su vida contando historias de gente invisible: rotos, desamparados, víctimas de desastres sociales, económicos, políticos. Mientras estaba en mi cuarto de hotel pensando en mi pobre barrio a oscuras, en mis vecinos desesperados, invisibles, iracundos, recordé a todas las personas que, a lo largo de todos estos años, en diversas entrevistas, me han dicho: "A nosotros nadie nos escucha. No le importamos a nadie". No está mal saber, ahora en carne propia, lo que se siente al ser material descartable, resaca humana.