A la Nueva Mayoría no le hace mella el desempleo o la inseguridad. Su preocupación más profunda es dejar todo amarrado para que tengamos una Constitución a su medida. ¿Por qué?
Michelle Bachelet parece querer con todas sus fuerzas entrar en la historia patria como "la Arturo Alessandri del siglo XXI"; es decir, como la persona que enfrentó la nueva cuestión social, y puso las bases para resolverla. Ante la posibilidad de traer a la vida de los chilenos toda una nueva generación de derechos (diversidad, gratuidad de la educación, etc.), problemas como el de La Araucanía terminan siendo tratados como una cuestión menor.
Por su parte, sus seguidores más extremos (de los demás no hablo, porque en estas materias están condenados a la irrelevancia) buscan otras cosas. Su obsesión parece ser borrar de nuestra historia todo lo que recuerde al general Pinochet y lo que su figura representa. Para ellos, la Constitución vigente, a pesar de que haya sido profundamente modificada y lleve la firma de Ricardo Lagos, es fuente de malos recuerdos. Y esto no se arregla ni aunque se le hagan un millón de reformas, porque las razones para cambiarla no son jurídicas, sino simbólicas. Necesitan "resetear" el país, borrar su disco duro y hacerlo de nuevo.
Se trata de una pretensión un tanto ingenua, una suerte de negación voluntarista de la historia, que en el fondo apunta a un imposible: nos guste o no, Augusto Pinochet (como Salvador Allende o Diego Portales) ya forma parte de nuestro ADN; ha marcado para siempre nuestra historia e identidad.
Este deseo un tanto infantil de borrar el pasado resulta todavía algo candoroso. Menos inofensivo, en cambio, es el segundo propósito que albergan los partidarios más extremos. Para ellos resulta primordial contar con una ley fundamental que garantice plenamente los derechos sociales. Hasta aquí no hay nada novedoso en su deseo, que llevaría a inscribir a Chile en el club de los países que utilizan las constituciones para recoger los anhelos más íntimos de los ciudadanos: pleno empleo, por ejemplo. Se trata de un ejercicio más o menos inocuo, aunque produce cierta frustración de los ciudadanos y desprestigia las cartas fundamentales, porque queda a la vista que se promete lo que no se puede cumplir.
Sin embargo, en los últimos años ha aparecido un factor que hace que estos lirismos constitucionales ya no sean tan inocentes. Me refiero, naturalmente, al activismo judicial. Un juez activista es alguien que considera que su misión no se limita a resolver conflictos entre particulares o con el Estado: él está llamado a transformar la sociedad. Por eso, cuando ve que la Constitución consagra ampliamente el derecho a la salud, a las bibliotecas o al turismo, él no se queda tranquilo, sino que dicta una sentencia por la que obliga al ministerio que corresponda a hacer un hospital o construir una biblioteca allí donde el juez considera que son necesarias. Una parte de los muchos problemas del Brasil reside allí: con jueces de esa índole no hay presupuesto que resista ni es posible planificar de manera razonable.
¿Qué han descubierto los constitucionalistas del ala extrema de la Nueva Mayoría? Algo muy simple: que la mezcla de unos derechos sociales generosos con unos jueces activistas les permite ir transformando el sistema económico desde dentro, de forma independiente a lo que digan las elecciones. Se trata, en suma, de conseguir por la vía de la judicatura lo que no pueden obtener en las urnas, de pedirle al Derecho lo que debe dar la política.
La Constitución no es un medio para espantar los fantasmas del pasado o hacerse famoso, sino simplemente un mecanismo, más o menos tosco, para controlar el poder y garantizar algunos derechos muy mínimos. Además, con la ley fundamental vigente, Bachelet ya ha podido realizar casi todas las reformas que ha querido, de modo que si hoy tenemos problemas muy graves, ellos no dependen de un texto jurídico, sino simplemente de su mala administración.
Se pueden plantear reformas, ciertamente, y urge poner buenas ideas en el debate nacional, cosa que la oposición recién comienza a tomarse en serio, después de un letargo de dos años. Pero más que cambiar la Constitución, hay que prepararse para cambiar el gobierno. Esa es la maravilla de la democracia: poder deshacerse cada cierto número de años de los malos gobiernos sin necesidad de derramar ni una sola gota de sangre.