Aylwin, dirigiendo la Asamblea del Grupo de los 24, una que, en condiciones de ostracismo, precariedad y temor, reunió a disidentes de los proyectos institucionales de la dictadura a fines de los 70 y comienzos de los 80, suscribió propuestas como la de la asamblea constituyente, el retorno a la Carta del 25, el régimen semipresidencial, el interinato de los jueces y el juicio y el castigo por las violaciones de los derechos humanos. Ese mismo Aylwin gobernó luego respetando y haciendo respetar la reformada Carta de 1980, ejerció con vigor el presidencialismo y se impuso y exigió toda la verdad y la justicia en la medida de lo posible.
Es lo que algunos, especialmente ciertos jóvenes, entienden hoy como la claudicación de la transición chilena; el "acomodo de los políticos". Son los mismos que parecen creer que los cargos de autoridad institucional son púlpitos que sirven para testimoniar posiciones morales, lanzándolas como proyectiles a los pecadores y así demostrar la superioridad moral de quien la profiere.
Aylwin, me parece, entendió de manera distinta las exigencias morales de quien tiene poder político. Tenía suficiente aplomo y seguridad en sí mismo y en sus propias convicciones morales como para necesitar andarlas arrojando al resto como una afrenta, y suficiente humildad para reconocer el valor de los otros. Creo que percibió que lo que se le exigía eran decisiones que dieran buenos resultados, que esa era la cosecha moral que cabe exigir a quien se le confía poder político.
La eficacia, claro, exige reconocer las posibilidades que ofrece el entorno, y priorizar objetivos logrables con recursos limitados. A inicios de su gobierno, el principal riesgo de Chile era que la democracia no diera el ancho; que fuera el campo de batalla sin reglas que recondujera a la violencia, un caos inestable y efímero, como lo había pregonado Pinochet y como lo temía intensamente casi la mitad de los chilenos. Entonces el desafío esencial era probar que, sin tutela militar, los que nos habíamos enfrentado podíamos resolver nuestras diferencias por formas democráticas y en libertad. Aylwin tuvo la grandeza moral de respetar, escuchar y negociar de buena fe con sus antiguos adversarios y también con aquellos que lo habían excluido. La "democracia de los acuerdos" fue el engrudo con que se volvió a constituir comunidad entre aquellos divididos por el odio fratricida. Las convicciones morales del Presidente Aylwin ayudaron a que la Patria volviera a ser justa y buena para todos.
Aylwin y su gobierno priorizaron también la disminución de la pobreza. Se entendió sin complejos ni dejarse seducir o deslumbrar con empresarios y con mayorías adversas en el Congreso para aprobar una reforma tributaria y una laboral y disminuir del 40 al 27% el número de personas en situación de pobreza. Sacar a tantos chilenos de ella fue otro logro moral de un hombre de profundas convicciones y fina estrategia.
"Si me tocan a uno de mis hombres, se acaba el Estado de Derecho", fue la amenaza que profirió Pinochet al darse a conocer el programa de su gobierno. Aylwin, conciliador pero de profundas convicciones morales, en contra de los consejos de casi todos sus asesores, se esforzó en que aflorara toda la verdad, seguro de que, al proclamarla, como ha quedado acreditado, cada vez más justicia sería posible y, sobre todo, que esa verdad generaría un repudio social a esos hechos que sería el mejor antídoto contra su repetición.
Sus fuertes convicciones morales tampoco le impedían abrigar temores. En sus propias palabras: "Yo no le temo a la diversidad, le temo a la exclusión. No le temo a la disonancia, le temo al dogmatismo. No le temo a quien lucha por un ideal, le temo a quien en su nombre mata o agrede a otro ser humano". No estaría de más seguir predicando en tiempo presente estos temores.
En política, los testimonios morales son los buenos resultados. Me parece uno de los legados que nos deja este chileno grande que ya descansa en paz, mientras muchos nos disponemos a rendirle tributo por sus obras.