La participación popular en el debate constitucional toma cuerpo, por lo que vale la pena concentrarnos en lo que debatiremos. El Gobierno propone tres grandes tópicos. El primero es el de los valores y los principios. Aún desconocemos las preguntas que guiarán la deliberación en esta materia.
Una Constitución no puede sino fundarse en objetivos: Organizar el poder político y con ello limitarlo para así garantizar gobernabilidad; libertad, igualdad, orden, alternancia en el poder y limpieza en la competencia política deben guiar cualquier texto que merezca ese nombre.
Cosa diversa es si una Constitución debe expresar esos principios, haciéndolos explícitos. La de 1980 los tiene en abundancia, especialmente en su capítulo primero. Allí se proclama, por ejemplo, que el Estado está al servicio de la persona, que reconoce y ampara a los grupos intermedios y garantiza su autonomía, que su finalidad es promover el bien común; que la familia es el núcleo fundamental de la sociedad y hasta define los emblemas nacionales.
No siempre nuestras cartas se dejaron llevar por este lirismo. La del 25 era en esto más escueta y normativa, disponiendo, por ejemplo, que el Estado de Chile era unitario y que su gobierno, republicano, democrático y representativo. La de 1833 se contentó con establecer que el gobierno era popular y representativo, que la República era una e indivisible y que la soberanía residía esencialmente en la Nación. La más longeva, la de los Estados Unidos, limita su preámbulo a unas pocas líneas, en las que explica las razones por las que el pueblo se ha dado una Constitución. La alemana no contiene capítulo alguno de valores y principios explícitos.
La decisión de si incluir o no principios, cuántos y cuáles, está lejos de ser una cuestión baladí o puramente estética. Desde luego, en ello se jugará en parte si lo que vamos a escribir es un conjunto de normas para regular al Estado y la actividad política o si vamos a intentar fijar los contornos del orden social, cultural y hasta familiar. La Constitución del 80 quiso fijar esos órdenes por temor a dejarlos al albedrío de la libertad personal o de los subsiguientes debates democráticos. Difícilmente podríamos volver a hacerlo con una excusa distinta al temor a la libre determinación popular. ¿Por qué no dejar a la deliberación y determinación política si el Estado de Chile será solidario o subsidiario, si el individuo o la familia y cuáles de ellas son el núcleo fundamental de la sociedad? ¿Por qué no dejar que las políticas públicas surgidas en democracia definan el tipo de organizaciones sociales que deben ser reforzadas y la forma en que habrá de reconocerse a los pueblos originarios? Tan solo el temor, la desconfianza al libre juego democrático y la pretensión arrogante de fijar, de una vez y para siempre, la rueda de la fortuna pueden justificar la abundancia de tinta en esta materia.
En segundo lugar, como toda Constitución es esencialmente un modo de distribuir poder, la inclusión de principios no escapa a ello. Elaborados de forma necesariamente vaga y abierta, ellos se constituyen en un aliciente y un poderoso instrumento para que los jueces, invocándolos y dotándolos del contenido conforme a sus personales preferencias, invaliden decisiones de los poderes representativos. Entre más literatura de principios, menos poder a las autoridades elegidas y políticamente responsables, y más para la clase de los juristas.
En favor de una democracia menos protegida abogo entonces por una Constitución parca en estas grandilocuencias. Abogo por una Constitución que, por medio de reglas, fije los cauces políticos que mejor garanticen alcanzar esos grandes y cambiantes valores que nos unen. Abogo por que cuando les pregunten por los principios, quienes participen del proceso respondan que los menos posibles. Bastaría con proclamar que somos una república democrática y luego esmerarnos en establecer reglas capaces de hacerlo carne y aumentar su alicaído prestigio.