¿Qué diferencia hay entre los tribunales de justicia y la tristemente célebre "Caravana de la muerte"? Muchísimas, sin duda, aunque ambos consideren que su función es hacer justicia. Con todo, una muy relevante es que un genuino tribunal está sujeto a ciertas formas. Así, por muy grande que sea su pasión por la justicia, debe acreditar los delitos cumpliendo con reglas, como no sancionar actos con leyes posteriores a su ejecución, y aplicar la prescripción aunque le revuelva el estómago. Asimismo, tiene que juzgar de forma pareja e incluso debe tener presente si el imputado está en reales condiciones de ejercer sus derechos. Hay tribunales que no proceden de esa manera, como sucede con la Corte Suprema venezolana, pero en esos casos decimos que estamos en presencia de corrupción. La corrupción, ciertamente, no se da solo cuando los jueces en cuestión se enriquecen con dádivas de los procesados o los acusadores, sino siempre que se pervierte el sentido mismo de la actividad judicial.
La reciente película "Puente de espías", de Spielberg, trata precisamente de este problema: ¿Vamos a reconocer a nuestros enemigos ciertos derechos básicos, como el debido proceso, o -como pensaba la gente de la CIA- cuando se trata de un espía ruso estamos dispuestos a hacer una excepción y saltarnos nuestras propias reglas?
Desde hace años, nuestros tribunales vienen haciendo cosas que saben que no son verdad, como sucede con la tesis del secuestro permanente. Es una solución ingeniosa, qué duda cabe, que tiene buena prensa, y no trae consigo ningún costo, salvo la degradación en que incurre quien sabe que está juzgando con falsedad. Pero esa forma de corrupción no es punible, aunque signifique una perversión de la justicia. Tampoco parecen muy interesados en aplicar criterios equivalentes: en estos días se ha destacado cómo la Corte Suprema ha rebajado la pena de uno de los condenados por el asesinato de Jaime Guzmán de cadena perpetua a cinco años. No está mal. Es más: me parece bien que lo haya hecho. Considero muy importante respetar la prescripción, aunque eso signifique favorecer al ex integrante de una organización política criminal. No es, por cierto, la única organización política criminal que ha habido en Chile, pero no resulta razonable tener en el país algunas agrupaciones privilegiadas.
El problema de la justicia tuerta lleva a resultados absurdos. Que yo sepa, en nuestras cárceles comunes no hay personas de 89 años, que estén afectadas por un cáncer, que difícilmente se pueden mover y cuya mujer padece cáncer terminal al pulmón y al colon, salvo que sean militares condenados por gravísimos delitos. Si los relatos que se cuentan sobre la "Caravana de la muerte" son verdaderos, entonces eso es una razón más para alejar cualquier resto de arbitrariedad en el juicio y condena de sus integrantes.
¿Cómo explicar que jueces que son buenas personas en su vida privada y que jamás aceptarían un soborno o presiones ministeriales puedan incurrir en tamaños desaguisados sin que les afecte la capacidad de dormir tranquilos en la noche?
La razón va más allá de las cortes. En toda sociedad hay ciertas culpas que, por una u otra razón, actúan como manchas de la historia y afectan el presente. La reacción espontánea consiste en tratar de liberarse de ellas poniéndolas lejos de nosotros, en un determinado grupo social. Los aztecas, por ejemplo, necesitaban recurrir a los sacrificios humanos para asegurar que se mantendría el orden cósmico que les aseguraba su poderío. Morían unos pocos, por el bien de todo el pueblo. En nuestros tiempos, los procedimientos son más sofisticados. Alguna vez fue el marxismo, al que había que extirpar como uno se opera de un cáncer (lo que casualmente coincidía con la extirpación de los marxistas). Eso nos dejaba tranquilos, porque nos hacía pensar que la locura de la Unidad Popular se explicaba tan solo por la maldad de una ideología y de sus adherentes, sin que tuviésemos que examinar la conciencia. Ahora son los militares condenados por derechos humanos.
Nosotros sembramos vientos, con nuestras injusticias, dogmatismos, elogios a la lucha armada, y tantas otras demencias que marcaron el siglo XX chileno. Y luego culpamos sola y exclusivamente a los militares por la tremenda tempestad que se armó. En este proceso mental, los jueces no son más que la mano ejecutora de nuestra necesidad de liberar la propia conciencia. Pero, por favor, no afirme estas cosas: le dirán que está tratando de empatar responsabilidades.